“A consecuencia de la
complejidad de nuestra época, los poderes públicos se ven obligados a
intervenir con más frecuencia en materia social, económica y cultural para
crear condiciones más favorables, que ayuden con mayor eficacia a los
ciudadanos y a los grupos en la búsqueda libre del bien completo del hombre”.
Toda una declaración de principios que bien podría servir de pórtico para la fundamentación
normativa de la intervención del sector público en la economía.
La declaración no proviene, sin
embargo, de ningún destacado hacendista, sino de “Pablo, Obispo de la Iglesia
Católica”, condición con la que el Papa Pablo VI rubricaba, en 1965, la
constitución pastoral “Gaudium et spes”. En ella, aunque de un modo no
demasiado explícito, se recogía también la tesis del reconocimiento de la autonomía
de las realidades temporales, uno de los hitos del concilio Vaticano II.
A ella se refería, cuarenta años
después, en el primero de su pontificado, el Papa Benedicto XVI, en su carta encíclica
“Deus caritas est”: “Es propio de la estructura fundamental del cristianismo la
distinción entre lo que es del César y lo que es de Dios (cf. Mt 22, 21), esto
es, entre Estado e Iglesia o, como dice el Concilio Vaticano II, el
reconocimiento de la autonomía de las realidades temporales”. En dicha encíclica
se perciben claros indicios de la altura intelectual que, especialmente ahora,
después de haber abandonado el mundo temporal, se le reconoce.
Allí afirmaba que “[e]n la
difícil situación en la que nos encontramos hoy, a causa también de la
globalización de la economía, la doctrina social de la Iglesia se ha convertido
en una indicación fundamental, que propone orientaciones válidas mucho más allá
de sus confines: estas orientaciones —ante el avance del progreso— se han de
afrontar en diálogo con todos los que se preocupan seriamente por el hombre y
su mundo”. Corría el año 2005, con lo que quedaban aún algunos años para
que se desatara la gran crisis financiera internacional.
Consideraba Benedicto XVI que “[d]esde
ese momento [formación de la sociedad industrial en el siglo XIX], los medios
de producción y el capital eran el nuevo poder que, estando en manos de pocos,
comportaba para las masas obreras una privación de derechos contra la cual
había que rebelarse”. Sin embargo, cuestionaba abiertamente la vía del
marxismo, que “había presentado la revolución mundial y su preparación como la
panacea para los problemas sociales: mediante la revolución y la consiguiente
colectivización de los medios de producción —se afirmaba en dicha doctrina—
todo iría repentinamente de modo diferente y mejor”. Y, de
forma categórica, en la que no puede evitarse apreciar alguna connotación
fukuyamiana del “fin de la historia”, aseveraba lo siguiente: “Este sueño se ha
desvanecido”.
Lo que no lo ha hecho es su
fundamentación de la doctrina social católica, que constituye una referencia de
enorme interés para cualquier estudioso del papel de los sectores público y
privado en la economía.