Hay algunos vocablos que, al leerlos o al oírlos, nos
dejan sumidos, si no en un mar de dudas, sí que atrapados en alguna que otra
laguna. El de escribidor es uno de esos vocablos. La consulta al Diccionario de
la Lengua Española no resulta extremadamente clarificadora, a tenor de las tres
acepciones expuestas [“Escritor prolífico”; “escritor” (irónicamente); “mal escritor”
(coloquial desusado)].
La opinión autorizada de un escritor de la talla de
Mario Vargas Llosa, que precisamente lo utiliza en el título de una de sus obras
(“La tía Julia y el escribidor”), es bastante ilustrativa: “La mayoría de las
veces he usado la palabra ‘escribidor’ como sinónimo de escritor y no de manera
irónica ni peyorativa. Pero algunas veces sí, como en el caso de Pedro Camacho,
el autor de radionovelas”[1].
En el ensayo “Del folletín al arte serio”[2],
el escritor peruano efectúa una distinción entre “un escritor serio” y “un buen
escribidor de culebrones”. El primero “es aquel que puede distorsionar la
realidad a partir de una obsesión o creencia personal y presentar esa distorsión
de una manera tan convincente que el lector la percibe como una descripción objetiva
del mundo real”. A su vez, el segundo “también distorsiona la realidad, pero no
a partir de una obsesión o visión personal, sino de los estereotipos establecidos
socialmente”.
Tal vez haya palabras que, pese a las tendencias oficialmente
constatadas, no puedan desprenderse de una cierta connotación de ambigüedad. ¿Cómo
debería sentirse un supuesto escritor si el autor de “Travesuras de la niña
mala” se dirige a él y le dice que lo considera un “buen escribidor”?