La referencia al artículo 31 de la Constitución española es
bastante frecuente en relación con los principios inspiradores del sistema
tributario (“Todos contribuirán al sostenimiento del gasto público…”). Bastante
menos común es la apelación al mismo artículo en conexión con la ejecución del
gasto público: “El gasto público realizará una asignación equitativa de los
recursos públicos, y su programación y ejecución responderán a los criterios de
eficiencia y economía”. Asimismo, en las normas más relevantes en materia
presupuestaria y financiera -Ley Orgánica de Estabilidad Presupuestaria y
Sostenibilidad Financiera, y Ley General Presupuestaria- se hace hincapié en
los mencionados principios, así como en el de eficacia.
La “triple E” (Economía-Eficiencia-Eficacia) sobrevuela,
teóricamente, el negociado de la gestión del gasto público. Los tres conceptos
están interrelacionados, pero no son sinónimos. En este ámbito, el primero pone
el foco en el coste de los recursos utilizados; el segundo en la adecuada
utilización de los recursos disponibles, y el tercero en el logro de los
objetivos planteados. Más concretamente, la eficiencia consiste en utilizar los
menores recursos posibles para obtener un determinado producto, y en alcanzar
el mayor producto posible a partir de unos recursos dados. Es evidente que, si
no se cumplen ambos requerimientos, se estará dando un despilfarro.
Los recursos utilizados y el coste de estos dan lugar al
gasto público incurrido. Así, estaremos ante una situación de eficiencia y de
economía si no es posible desarrollar una actividad dada sin menores gastos, y
si no es posible obtener más servicios útiles sin mayores gastos. Verificar que
no hay ningún margen de ahorro de gastos podría defenderse como una condición
suspensiva de cualquier reforma fiscal de calado encaminada a una mayor
recaudación.
La instauración de un modelo multietápico podría tener
sentido en el ámbito de la administración y la gestión de los recursos
públicos. A título meramente indicativo, cabría considerar las siguientes
fases: i) maximización de la eficaz recaudatoria del sistema vigente,
restringiendo todo lo posible las vías de fraude, evasión y elusión fiscales:
ii) examen de la congruencia de los impuestos aplicados, eliminando posibles
deficiencias de diseño que mermen la capacidad recaudatoria de manera
injustificada; iii) revisión de la justificación, validez, eficacia y
eficiencia de los gastos públicos, tanto los de carácter directo, como los
indirectos a través del sistema tributario en la forma de beneficios fiscales;
iv) reconsideración de aquellas figuras impositivas o tratamientos tributarios
que puedan estar impidiendo de manera significativa la generación de actividad,
empleo y renta.
Idealmente, pues, toda reforma fiscal debería empezar
por la reforma del gasto público. Como encomienda prioritaria, es preciso
conjugar equilibradamente las preferencias sociales para establecer la cuantía
y la composición del gasto público. Una vez dimensionado este con arreglo a la
“triple E”, se podrá saber el monto de los ingresos necesarios para poder
llevarlo a cabo en un marco de finanzas sostenibles.
Casi de forma simultánea a la presentación del último
Libro Blanco sobre la reforma fiscal, el Instituto de Estudios Económicos difundió
un estudio dedicado a la eficiencia del gasto público. De él se desprende que,
en España, existe un margen de mejora de la eficiencia, en comparación con la
frontera de las mejoras prácticas internacionales, del orden del 25%.
No puede decirse que sea una tarea sencilla elaborar indicadores
en estos apartados cruciales. Pero, en fin, sobre la eficiencia ya nos instruyó
Winnie the Pooh. La eficiencia, por mor de cierta pronunciación en lengua
inglesa, puede comportarse realmente como “un pez en el mar” (“efficiency”: “a
fish in the sea”). Las ganancias potenciales por una mayor eficiencia no apuntan
precisamente a un pez pequeño, sino a uno provisto de considerables capas de
grasa que pueden ser reducidas sin peligro de extinción de la especie.