Ayer mismo alguien me preguntaba
a qué dedicaría mi tiempo -ese don de duración incierta- a partir de la situación
de jubilación. En ella llevo, de hecho, colocado algunos meses, según algunos observadores,
pese a mis infructuosos intentos de rebatir su supuesta compatibilidad con el
desempeño formal de actividades académicas. No es menos cierto, si hacemos caso
de la afilada pluma del Profesor Molina Morales, cuando afirmaba que señeros
miembros del claustro académico llevaban décadas en verdadero estado de “reserva
inactiva”, que otras posiciones especiales pueden ser factibles en la práctica.
Alguien puede interpretarlas como una panacea, aunque no por ello uno esté
dispuesto a arrendarle las ganancias.
En cualquier caso, llegado el
momento, si es que llega y hay facultades suficientes, la lectura o la relectura
de obras significativas, de distintos estilos y épocas, podría ser una tarea para
comenzar con mayor o menor determinación. Quién sabe. Algunas estarían
necesariamente incluidas en la lista. De Adam Smith, “La teoría de los
sentimientos morales” se disputaría el tiempo con “La riqueza de las naciones”.
La sabiduría incluida en una y otra se antojan un caudal inacabable. Se abran
por donde se abran, encontramos siempre en esos libros alguna idea que nos atrapa
y nos lleva a la reflexión.
En uno de los capítulos del
primero de ellos hallamos este sugerente título: “Del amor a la alabanza y a
ser loable; y del pavor al reproche y a ser reprochable”. “El deseo de ser
laudable no se deriva en absoluto exclusivamente del apego a la alabanza”,
afirma Smith, que también nos recuerda que “la persona que nos aplaude por
acciones que no realizamos o por motivaciones que nunca influyeron sobre
nuestra conducta no nos aplaude a nosotros sino a algún otro”.