Era
sólo un adolescente cuando alguien me regaló un libro con una dedicatoria en la
que se recogían unos versos del poeta Evgueni Evtuchenko. Venían a decir, más o
menos, que todos tenemos un instante en que nos invade una tristeza pegajosa, y
la vida, mostrándose al desnudo, se nos antoja como algo sin sentido. Fue una dedicatoria
premonitoria de una sensación que, tal vez con demasiada frecuencia, se repetiría
en el curso de los años. Desde luego, no fue una experiencia instantánea ni pasajera,
seguramente favorecida por el frenético viaje empezado, una mañana de un 23 de
octubre, hace ya cuarenta y nueve años. En este largo caminar no han faltado,
afortunadamente, grandes alicientes que, en feliz contraposición, han dado
ánimos al corazón y alas al espíritu. Sin duda, los más significativos han sido
detalles inmateriales, a veces aparentemente insignificantes, pero que, a la
postre, son los más valiosos e imprescindibles. Ahora, en este otoño rezagado y
titubeante, de manera inesperada, la plumaria nos regala un instante de gozo
infinito.