Desde
arriba y a lo lejos, la ciudad se redescubre a sí misma, transmuta su
apariencia, altera las distancias, deforma la percepción del tiempo. Así nos
convertimos en espectadores de nosotros mismos, en observadores de nuestras
vivencias. Pero, sumidos en el desconcierto, asentados en esa realidad
desconocida, no alcanzamos a reconocernos. Quizás todo ha sido un espejismo o
una mera ensoñación. Cómo pudo recorrerse esa distancia que ahora se antoja
insalvable. Es quizás la hora de la retirada, a la espera de un otoño que se
resiste a llegar. El pasado, el presente y el futuro se confunden por un instante,
sin poder percibir dónde estamos nosotros. El tiempo parece haberse detenido, y
no sabemos en qué lugar estaremos cuando reanude su marcha. Al abrir los ojos,
buscamos a los otros pasajeros de nuestro tiempo, pero muchos ya no están.
Vuelvo
a ras del suelo. La ciudad antigua ha desaparecido, y ahora me encuentro
perdido en un dédalo de calles, sin saber por dónde se va al mar, y ni siquiera
si existe. Una alarma de tonos inquietantes suena en mi bolsillo. Un extraño mensaje
aparece en la pantalla del teléfono: “El tiempo, que estaba vivo, ha llegado a
la cota 900, pero pronto dejará de estarlo”.
De
pronto, un agente de policía me conmina a cambiar mi ubicación en una angosta
plaza, donde empiezan a llegar, sigilosamente, grupos de personas ataviadas con
prendas de apariencia cofrade. Una banda de cornetas y tambores anuncia el
inicio de alguna procesión otoñal. El policía me insiste, y yo echo a correr
por una callejuela estrecha y sombría, tal vez en la ruta hacia el mar. Pronto
me doy cuenta de que no lograré. Una muchedumbre que camina hacia la plaza me
bloquea el paso. Todos van provistos de máscaras aberrantes. Uno de ellos alza
la mano y ordena que me detenga.