Sólo quien nunca haya usado una pluma
estilográfica puede llegar a ignorar el amplio elenco de situaciones enojosas,
de mayor o menor calado, en las que puede verse el usuario de ese prodigioso
instrumento que convierte la escritura en un deleite. Para alcanzarlo hay que
estar dispuestos a soportar algunos peajes más o menos gravosos. Desde un
agotamiento pacífico de la tinta hasta un derrame expansivo de un líquido que
entonces parece inacabable, con alta probabilidad causante de daños colaterales,
nos encontramos con diversos percances o contratiempos diversos. La tinta que
no fluye, el lagrimeo permanente en estado de reposo, el émbolo que no se ajusta
o que se resiste a succionar, el viaje a través del escritorio, liberada por
descuido su fuerza rodadora, hacia su destino final, la desesperación ante la
falta de homogeneidad de los cartuchos de tinta, la obturación de los conductos,
la profusión de huellas en las yemas del escribiente, la deformación del plumín…
Todo eso y mucho más está escrito
con tinta indeleble en la historia personal de cada amante de la estilográfica.
Como instrumento delicado que es, ha de estar dotado de unos estándares mínimos
de calidad y estar siempre en perfecto estado de revista a fin de minimizar,
que no evitar totalmente, los riesgos intrínsecos.
Si ponemos en los dos lados de la
balanza sus pros y sus contras, es probable que únicamente los más apasionados
logren inclinarla a su favor. Y nunca es lo mismo utilizarla en un escenario
estático y controlado que en un desplazamiento o en un entorno ajeno.
Realmente, el recurso a ese instrumento lleva implícito alguna suerte de ceremonia,
poco compatible con las prisas y las improvisaciones.
Sin duda, algunas personas
adictas a las estilográficas hacen gala de un notable estilo personal, pero,
cuando el instrumento, de forma autónoma o inducida, ocasiona una situación embarazosa,
esa prestancia se evapora de forma rauda. Nadie podía imaginar que un personaje
de la flema y de la alcurnia ostentadas por el ya monarca Carlos III pudiera
ser protagonista de una reacción tan airada ante una estilográfica que goteaba.
Los problemas del Rey con las plumas rompen el hechizo real, como síntesis, se
ha convertido en un titular extendido en Gran Bretaña. No es para menos,
después de escuchar estas palabras de los labios reales: “I can’t bear this bloody
thing… every stinking time”.
Las plumas nos proporcionan
muchas satisfacciones, pero sirven también para recordarnos que todos somos seres
humanos. Según J. Gapper, una monarquía es “una empresa carismática que trabaja
constantemente hacia un único objetivo: la sucesión… Para un rey es mejor ser
ridiculizado que ejecutado, pero ninguno de estos resultados es ideal”[1].