22 de septiembre de 2022

¿Quién acaba soportando los impuestos?

 

Es ésta una pregunta que, históricamente, viene acaparando la atención de los economistas. Pese a los esfuerzos desplegados, la realidad se resiste a facilitar una respuesta inequívoca y de alcance general. En este ámbito es fundamental diferenciar dos aspectos: la incidencia legal, que se centra en la persona de la que se exige un impuesto, y la incidencia económica, que atiende a la persona que, como consecuencia de los ajustes económicos en el mercado, acaba soportando de manera efectiva la carga tributaria. Para los economistas, tiene poca relevancia de quién se exija formalmente un impuesto; lo que importa es quién acaba soportándolo.

Supongamos que, en una situación sin impuestos, una empresa considera una retribución de 2.000 euros mensuales por los servicios de una persona. Antes de cerrar el contrato se aprueba que la empresa tiene que pagar un impuesto del 10% sobre la retribución salarial. Dependiendo de cuál sea la posición relativa de cada una de las partes, nos podríamos encontrar con varias situaciones: 

a) Una en la que el impuesto lo soporta íntegramente el empleador (coste = 2.000 + 10% x 2.000 = 2.200 euros), sin que se vea afectado el salario (2.000 euros).

b) Otra, en la que el empleador mantiene su coste (1.818 + 10% x 1.818 = 2.000 euros) y el impuesto lo soporta en la práctica la persona empleada (salario de 1.818 euros).

c) Entre estas dos opciones puede haber otras intermedias, por ejemplo, con un coste para el empleador de 2.100 euros (1.909 + 10% x 1.909) y un salario de 1.909 euros.

En todos los casos, el impuesto lo soporta formalmente la empresa, pero, en los dos últimos, el impuesto, totalmente o en parte, recae realmente sobre la persona empleada. Una vez que se aplica un impuesto, los agentes económicos tratan de adaptarse. Va a depender de su capacidad de reacción, de si tienen oportunidades de desplazarse a otras jurisdicciones, o de cómo alteren su comportamiento como oferentes o demandantes de recursos. Mientras mayor sea esa capacidad de respuesta, lo que los economistas denominan elasticidad, menor será el impacto económico derivado de la aplicación de una carga tributaria.

Las repercusiones económicas originadas por el establecimiento de un impuesto tuvieron una gran importancia dentro del debate político y social en algunos países a lo largo del siglo diecinueve. Esa diferenciación entre la perspectiva legal y la perspectiva económica suele pasar mucho más desapercibida actualmente. Y ello a pesar de que un amplio número de estudios empíricos indica, por ejemplo, que el impuesto sobre sociedades, aunque legalmente recae sobre las empresas, puede acabar teniendo notorios efectos sobre el empleo y los salarios. El resultado final va a depender de las condiciones concretas en las que operen las empresas, pero no puede perderse de vista que, incluso aunque el sujeto pasivo no tenga la posibilidad de trasladar expresamente la carga, se verá inclinado a llevar a cabo ciertos ajustes en términos de costes o de inversiones a raíz de la obtención de una menor rentabilidad.

Aunque ahora es escasa la atención concedida a la incidencia de los impuestos, nos encontramos con vestigios de su toma de conciencia que se remontan bastante atrás el tiempo. Ya el historiador Tácito se percató de que la orden de Nerón de que el impuesto sobre las ventas de esclavos fuera atendido por los vendedores, en vez de por los compradores, careció completamente de relevancia, toda vez que los primeros lo repercutían sobre los segundos dentro del precio negociado. Y también algún indicio, en sentido contrario, encontramos en “El Quijote”. Uno de los comparecientes ante Sancho Panza, en su condición de gobernador de la ínsula Barataria, se lamentaba así: “Señores, yo soy un pobre ganadero de ganado de cerda, y esta mañana salía de este lugar de vender, con perdón sea dicho, cuatro puercos, que me llevaron de alcabalas y socaliñas poco menos de lo que ellos valían”.

También la experiencia internacional ofrece sobradas muestras de cómo los ajustes que siguen a la aplicación de un impuesto pueden impedir el propósito de la actuación pública. Así, la aprobación en Estados Unidos, en 1990, de un impuesto sobre los yates de lujo implicó la pérdida de miles de empleos, debido a la caída de las ventas.

En suma, la principal enseñanza que cabe extraer, a la hora de valorar un impuesto, es hacer caso de la siguiente recomendación: no hay que limitarse a ver el punto de impacto; hay que seguir atentamente el curso de la carga tributaria y sus efectos económicos.

(Artículo publicado en el diario “Sur”)



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