Si hay unas siglas que se hayan
extendido de manera imparable en todo el mundo empresarial, son las de “ASG”
(“ESG”, en su acepción anglosajona), representativas de la tríada “ambiental-social-gobernanza”.
Sólo las de “ODS” pueden rivalizar con ellas. Las siglas ASG se identifican con
el paradigma de las finanzas sostenibles.
Sin embargo, ese éxito en la
penetración no ha podido evitar afrontar las considerables ambigüedades que se derivan
de esa amalgama de componentes, como tampoco las prácticas corporativas que
sólo tienen de ASG la mera fachada, sin ningún contenido real[1].
Aunque se era consciente de ese arduo
panorama, no deja de causar sorpresa la contundencia y la aspereza con la que
The Economist aborda el análisis de la inversión ASG en un informe especial
reciente, precedido de un título sin contemplaciones: “A broken idea”.
En la primera de las
colaboraciones se expresa que “el enfoque medioambiental, social y de
gobernanza (ASG) a la inversión está quebrado. Necesita ser perfeccionado y
despojado de mojigatería”. No obstante, se considera que “a pesar de todos sus
fallos, puede ser mejor arreglar que tirar a la basura el enfoque ASG. En su
esencia, es una cruzada por algo cada vez más crucial en la batalla para
mejorar el capitalismo y mitigar el cambio climático: se trata de hacer que las
empresas y sus propietarios hayan de rendir cuentas de sus externalidades negativas,
o del impacto de la producción o el consumo de sus productos sobre terceras
partes, como la atmósfera. Forzando a las empresas a reconocer las consecuencias
no intencionadas de muchas de sus actividades, la teoría es que deben tener un
mayor incentivo para solucionarlas”.
Pero las críticas no escasean.
Entre estas se señala la subjetividad para calificar una inversión como
sostenible, la heterogeneidad de criterios utilizados por las agencias de rating,
el cobro de comisiones más elevadas en relación con las inversiones ASG, y,
como más destacada, la promoción de una solución subóptima mediante la cual el
sector privado puede estar dando a los políticos una excusa para evitar la aplicación
del instrumento considerado por muchos como la mejor alternativa para hacer frente
al cambio climático, un impuesto sobre las emisiones de CO2 coordinado internacionalmente.
En el informe se concluye que “ASG,
demasiado frecuentemente, no ha sido ni un buen instrumento de medición, ni un
instrumento efectivo de gestión del riesgo. Pretende satisfacer a tantos
accionistas que la información que genera a menudo tiene poca relevancia con lo
que hace realmente la empresa. Es demasiado imprecisa para ser un impuesto
sombra sobre las externalidades negativas. Ha creado confusión a las compañías.
Y es difícil para los inversores dilucidar lo que significa para los precios de
los activos”.
El informe de The Economist
finaliza con estas palabras: “Idealmente, el término ASG debe ser desechado.
Como una amalgama de tres palabras, medioambiental, social y gobernanza, que
suenan más como un mantra piadoso que como una fuerza para el cambio, su
reputación está ahora empañada. Esto puede empeorar si las salidas continúan en
tanto que los rendimientos se deterioren. Pero la inversión sostenible no es algo
que deba desaparecer. Una mayor regulación puede hacerla más creíble… Con un
nuevo nombre más apropiado -por ejemplo, inversión en capital natural- no hay
ninguna razón por la que una mezcla de clima y capitalismo no demuestre ser
útil. Partiendo de que no se exagere mucho más allá de lo que realmente puede conseguir”.
[1]
En un artículo de hace varios años hacíamos alusión a los problemas ligados a esa
mescolanza de campos temáticos: Tiempo
Vivo : Los retos de las finanzas sostenibles (neotiempovivo.blogspot.com).