Cuenta Arturo Pérez-Reverte que “Las
cuatro plumas”, tanto en su edición impresa como en versión cinematográfica, es
una de las obras capaz de marcar para toda la vida. Él tuvo la oportunidad de
conocerla, en ambos formatos, a una temprana edad. En mi caso, tuve que
aguardar a la etapa adulta para disfrutar, primero, con la película, y, muchos
años después, con la novela. Aquélla me dejó ciertamente impactado y conmovido
con el curso de una acción trepidante y una actuación que va más allá del heroísmo.
La trama de la novela no puede
entenderse fuera de los códigos imperantes en otra época y de círculos en los
que se exalta el honor hasta los extremos más insospechados. De eso va la
historia que A. E. W. Mason relata en “Las cuatro plumas” (Zenda Edhasa, 2021),
originariamente publicada en el año 1902. Después de mostrarse inseguro y reacio
a asumir el papel que tenía reservado, por tradición familiar, en la escala militar,
el joven Harry Feversham ve cómo se arruina su vida al recibir sendas plumas de
oprobio de tres colegas, a las que se añade una más por su prometida. A partir
de entonces, la recuperación de su honor, a través de imposibles hazañas autoimpuestas,
se convierte en su obsesión, con el solo propósito de acreditar méritos para poder
devolver cada uno de los símbolos de su estigmatización. No hay otra meta que
la marcada por sí mismo, ni otra recompensa que la reposición de su honor.
Como afirma Pérez-Reverte en la
presentación de la novela, “Ésta no es, por tanto, una simple y excelente novela
de aventuras, sino que es también la historia de un cobarde teórico: una tesis
sobre la culpa, la lealtad, el heroísmo y la redención”.
“¿Conoce las costumbres del camello?
-pregunta uno de los personajes-. Es un animal muy poco amistoso, desgarbado,
sin gracia, pero camina siempre, siempre, hasta la muerte. Cae y muere sin dar
tiempo a que se le quite la carga que lleva sobre el lomo”. Y concluye de la
siguiente forma: “Se me antojaba, aun en aquellos tiempos, que ésta era la
manera, la envidiable manera de acabar una vida”.
No es la única lección que cabe
extraer del comportamiento de los camellos: “No hay necesidad de darme las
gracias… Has aprendido de la descortesía del camello… Un camello le lleva a uno
donde quiere ir, le lleva a cuestas hasta que cae muerto; y, sin embargo, si
uno intenta demostrarle su agradecimiento, se molesta y le muerde”.