Sus defensores
decían que el modelo hispano de cajas de ahorros tenía el gran mérito de la
posibilidad de conciliar los objetivos económicos empresariales con el
desempeño de funciones de interés social. Esto último, al menos en una triple
vertiente: i) a través del ejercicio de su función de intermediación financiera
tradicional al servicio de la economía real, fundamentalmente, de las familias,
pequeñas y medianas empresas, y corporaciones locales.
Indudablemente,
el modelo adolecía de algunas deficiencias estructurales, tanto económicas
(limitaciones para la captación de recursos propios) como de gobernanza
(inexistencia de derechos de propiedad y posible interferencia de criterios no
estrictamente corporativos en la toma de decisiones), que, no obstante, podían
contrarrestarse con una buena gestión empresarial.
Sus oficinas
estaban esparcidas por todos los barrios y por todos los pueblos de la
geografía española. Formaban parte del paisaje municipal como un elemento
intrínseco. Eran ejemplares en la extensión de la inclusión financiera a todos
los colectivos y mantenían lazos especiales con los mayores, a los que atendían
de manera personalizada en cuestiones financieras y, en la vertiente del ocio,
el entretenimiento y la cultura, a través de una amplia red de centros de su obra
benéfica y social, que respondía claramente a ambos atributos.
Hoy, cuando
barrios enteros y municipios pequeños se quedan sin sucursales bancarias, y las
nuevas tecnologías se erigen como barrera para una buena parte de la población,
se echa de menos su presencia.
Hace años, en
unas jornadas sobre la acción social de las cajas, celebradas en Zaragoza,
apuntaba que dichas entidades eran una rara avis que se encontraba en
peligro de extinción, y que merecería ser declarada especie protegida.
Sólo las dos más pequeñas han logrado sobrevivir, quizás como muestra
testimonial de un modelo que tal vez pertenecía a otra época, pero al que ahora
se le añora entre lágrimas.