3 de marzo de 2022

‘Shrinkflation state’: servicios menguantes, impuestos crecientes

 

Shrinkflation. Entre los múltiples vocablos made in Britain que resultan de la integración mecánica de palabras, éste plantea un reto especialmente arduo a la hora de buscar un término equivalente en castellano. No puede decirse que la bastante extendida reduflación sea una opción demasiado afortunada. Shrinkflation, la inflación camuflada por la reducción de la cantidad de los bienes y servicios vendidos a un precio constante no lo pone fácil.

Con ese u otro nombre, se trata de una práctica tradicionalmente adoptada en el campo del comercio, especialmente el minorista. Debido quizás a la incidencia de un sesgo conductual, suele ofrecer menos resistencia de los consumidores esa táctica que la de mantener la cantidad a un mayor precio.

Las administraciones públicas son unos productores muy peculiares. Por su propia naturaleza, son productores no de mercado, que proporcionan una serie de bienes y servicios de manera gratuita o cuasigratuita. Para cubrir los costes de producción han de recurrir a cargas impositivas que se distribuyen entre el conjunto de la población, con una dificultad añadida: la obligación de pagar un impuesto está totalmente desconectada de la mayor o menor utilización de los servicios públicos. Así es, salvo en el caso de los servicios colectivos puros, que, por definición, afectan por igual a toda la comunidad.

En algunos países, el sector público ha actuado bajo el principio de la shrinkflation: los contribuyentes vienen pagando más o menos lo mismo, soportando la misma ratio de presión fiscal, pero los servicios públicos se han visto mermados[1].

Sin embargo, no hay que perder de vista que no es una tarea sencilla medir la oferta efectiva de servicios públicos. El gasto en sí no es un indicador apropiado. Haría falta cuantificar los niveles de servicio y su calidad. Pero no acaban ahí los problemas. No podemos ignorar que las administraciones públicas no sólo se dedican a la producción de servicios, sino también, y de forma muy destacada, a la función de redistribuir la renta y la riqueza nacionales. La creciente importancia de esta faceta dentro de los gastos públicos no viene sino a acabar de romper los presuntos vínculos entre el pago de un “precio fiscal” y el disfrute de servicios públicos y de prestaciones sociales.

Ante una época de estrecheces presupuestarias, que abocan a una elevación de las cargas fiscales (sobre quienes ya contribuyen), a una minoración de la cuantía de la oferta de servicios y/o a un aumento de las restricciones (particularmente para quienes tienen capacidad económica para el pago de impuestos directos), parece casi inevitable que tienda a agravarse lo que en su día denominamos el “drama del contribuyente”, traducido en mayores obligaciones tributarias y menos derechos al disfrute de servicios públicos y de prestaciones sociales.

Para The Economist[2], un Estado de mayor tamaño puede ser sustentado de tres formas distintas: i) mediante el crecimiento económico; ii) a través de un sistema fiscal más justo, en el que los pensionistas propietarios de activos contribuyan más, y, en su defecto, iii) recortando aún más los servicios.




[1] Vid. The Economist, “The British state will soon coste more, yet provide less”, 19-2-2022.

[2] Op. cit.


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