Siempre que se
comienza la impartición de una asignatura en el campo de la teoría de la
imposición, aunque hayan pasado muchos años desde la primera vez, es casi obligado
resaltar la importancia de la materia objeto de estudio, y evocar los orígenes
o las primeras manifestaciones de esa palanca tan poderosa sobre la que pivotan
los Estados. Desde siempre, la aplicación de los impuestos en las civilizaciones
antiguas ha ejercido sobre mí una seducción especial, irresistible. La praxis de
la exacción de tributos, hace miles de años, ofrece un panorama tan apasionante
e instructivo que merecería la pena poder dedicarse in extenso a su
estudio. Aunque no sea una opción factible, encontrarse ocasionalmente con
referencias o indicios parciales aporta un momento de emoción y una oportunidad
para la reflexión.
Es lo que ocurre
al recuperar el breve muestrario que, hace ya bastantes años, proporcionaba la
Universidad de Pennsylvania en el boletín Almanac (2-4-2002). En él
hallamos algunas interesantes pistas acerca de la tributación en el Mundo
Antiguo, con una triple proyección en Mesopotamia, Egipto y Roma.
Respecto a la Antigua
Mesopotamia, la nota recuerda los numerosos impuestos en especie que tenían que
satisfacer las familias a lo largo de todo el año: impuestos de capitación
consistentes en la entrega de una vaca o de un cordero, impuestos sobre la
actividad comercial y por transporte de mercancías. Según señala T. Sharlack, “casi
todo era gravado -el ganado, el comercio a través de barcos, la pesca, e incluso
los funerales- pero probablemente la obligación más onerosa que podía afrontar
una familia era la obligación laboral… un hombre libre, cabeza de familia,
debía prestar servicios laborales al gobierno durante muchos meses. Si era afortunado,
en trabajos agrícolas o de construcción de canales. Si era desafortunado, tenía
que hacer el servicio militar…”. ¿Algún paralelismo con los tiempos modernos?
En el Antiguo Egipto,
según relata D. Silverman, los faraones recaudaban ingresos bajo un enfoque dual,
como jefe del estado y como encarnación del dios Horus. Además, podían
exigirlos ante cualquier necesidad, en cualquier momento. Los privilegios
fiscales existían ya en aquella lejana época, hace 4.500 años.
Por último, D.
White se encarga de reseñar la situación tributaria del Antiguo Imperio Romano.
Una alusión especial merecen los publicanos, recaudadores dados a pautas
extractivas. Los principales cambios fiscales fueron introducidos por Diocleciano,
quien reimplantó el impuesto sobre la tierra para los propietarios italianos, y
estableció cargas sobre los comerciantes y las asociaciones, además de trasladar
cargas sobre la clase senatorial.