Desde hace
algunos años, la organización de las entidades de crédito se rige por el modelo
de las “tres líneas de defensa” (gestión del negocio, control global de riesgos
y auditoría interna). Parece bastante razonable la delimitación de funciones por
capas y un funcionamiento independiente de las unidades responsables de cada
una de ellas.
Aunque sólo sea
como una fuente de inspiración lejana, la instauración de un modelo multietápico
podría tener sentido en el ámbito de la administración y la gestión de los recursos
públicos. Con carácter permanente, pero sobre todo ante la posibilidad de introducción
de cambios sustanciales que afecten al trasvase de recursos desde el sector privado
al sector público, sería conveniente atenerse a un modelo de líneas de defensa,
en este caso, estructuradas de manera secuencial. Es decir, no se podría pasar
a una etapa posterior sin haber cubierto la precedente.
Ante una economía
y una sociedad en continuo proceso de transformación, la necesidad de una
revisión periódica del sistema fiscal, y, eventualmente, la de introducción de
reformas de alcance, difícilmente se prestan a discusión. Habitualmente, suele
ser también norma que se planteen requerimientos de ingresos públicos adicionales.
Lo que es más discutible es que se adopte como premisa, como opción ineludible,
el incremento de la carga tributaria. Por supuesto, no debe descartarse, pero
antes de llegar a esa conclusión deberían haberse recorrido previamente las
distintas fases integrantes del modelo de líneas de defensa.
A título
meramente indicativo, cabría considerar las siguientes: i) maximización de la eficaz
recaudatoria del sistema vigente, restringiendo todo lo posible las vías de
fraude, evasión y elusión fiscales: ii) examen de la congruencia de los
impuestos aplicados, eliminando posibles deficiencias de diseño que mermen la capacidad
recaudatoria de manera injustificada; iii) revisión de la justificación, validez,
eficacia y eficiencia de los gastos públicos, tanto los de carácter directo,
como los indirectos a través del sistema fiscal en la forma de preferencias fiscales;
iv) reconsideración de aquellas figuras impositivas o tratamientos tributarios
que puedan estar impidiendo de manera significativa la generación de actividad,
empleo y renta.
No hay, desde luego,
necesidad de formalizar ningún esquema predeterminado, ni de articular
estructuras complejas, pero sí de tener clara la idea de que toda reforma
fiscal debe empezar por la reforma del gasto público. Como encomienda
prioritaria, es preciso conjugar equilibradamente las preferencias sociales
para establecer la cuantía y la composición del gasto público. Una vez
dimensionado con arreglo a los criterios de eficiencia, eficacia y economía, se
podrá saber el monto de los recursos que es preciso obtener para poder llevarlo
a cabo en un marco de finanzas sostenibles.
Casi de forma simultánea
a la presentación del reciente Libro Blanco sobre la reforma fiscal, el
Instituto de Estudios Económicos (IEE) ha difundido un estudio dedicado a la
eficiencia del gasto público[1]. En él
se ofrece una comparación de índices de eficiencia y eficacia del sector
público para un conjunto de países desarrollados (gráfico adjunto).
No puede decirse
que sea una tarea sencilla elaborar indicadores en esos apartados cruciales.
Sin perjuicio de repasar la metodología empleada, al igual que en otros
estudios anteriores, la posición en la que aparece España no resulta demasiado
halagüeña. De confirmarse tales resultados, habría argumentos para cuestionar que
los contribuyentes efectivos lo sean con mayor intensidad, para seguir obteniendo
el mismo nivel de producción de servicios públicos y de desembolso de prestaciones
sociales.
Pero, en fin,
sobre la eficiencia ya nos instruyó Winnie the Pooh…[2]