La presión fiscal
sigue siendo la reina entre los indicadores fiscales. Pese a ser un indicador
bastante burdo y sujeto a diferentes escollos metodológicos para su adecuada definición
y su correcta medición. En su acepción habitual, la presión fiscal se expresa
como el cociente entre los impuestos recaudados (incluyendo las cotizaciones
sociales) y el producto interior bruto (PIB) de un país, correspondientes a un
año determinado.
Por supuesto, se
trata de un indicador que aporta una información útil y de interés: de una
manera aproximada, qué parte del valor de la producción nacional, magnitud
similar a la de la renta nacional, se detrae a través de impuestos y
cotizaciones sociales.
Aporta información,
pero al mismo tiempo la oculta respecto a aquellos factores que condicionan y
determinan el resultado final, el guarismo porcentual en el que se mide la
presión fiscal: ¿podemos concluir, sin más, que la situación del contribuyente
medio de un país con una presión fiscal del 40% es mucho mejor que la de su homólogo
en otro país con una presión fiscal del 50%?
De entrada, tendríamos
que ver qué beneficios derivados del gasto obtiene el contribuyente en cada
país. Aun prescindiendo de esta perspectiva, no podemos olvidar que la cifra de
la presión fiscal sintetiza la influencia de una serie de factores subyacentes
que, concatenadamente, dan lugar dicha a cifra: el perfil de la normativa fiscal
aplicable, la canalización de ayudas públicas a través de desgravaciones
fiscales o de gastos públicos directos, la reacción y las decisiones económicas
de los agentes económicos, el alcance de la economía sumergida, la magnitud del
fraude fiscal, la eficacia recaudatoria, o la influencia del ciclo económico.
El Instituto de
Estudios Económicos, en colaboración con la Tax Foundation, ha publicado
recientemente un informe (“Competitividad fiscal 2021”) en el que, además de los
datos de la presión fiscal (estándar) para los países de la OCDE, se ofrece
información acerca de dos acepciones diferentes que guardan relación con
algunos de los aspectos antes señalados. Se trata de la “presión fiscal
normativa” y de la “presión fiscal efectiva”.
Por presión fiscal
normativa se entiende (op. cit., pág. 18) “la carga de gravamen que el diseño
del sistema fiscal introduce en las economías, al margen de la recaudación que
obtenga”. Así, aun cuando la presión fiscal de España era inferior a la media
de la Unión Europea en 2019 (35,4% vs 40%), su presión fiscal normativa se situaba
por encima, con un índice de 112,8 respecto a la media de referencia (100).
Por otro lado, el
indicador de la presión fiscal efectiva (op. cit., pág. 20) se define como “la
ratio entre la recaudación tributaria y el PIB de un país sin tener en cuenta
el peso de la economía sumergida en la medición de dicho PIB”. Con este
indicador, “la presión fiscal efectiva [en España] es muy similar a la de la
media de la Unión Europea… 44,6% y 44,9%, respectivamente”, con datos de 2019.
A este respecto, se incide en que “lo que los datos sugieren es que, en España,
se recauda el 35,4% del PIB total del país, pero está pagado exclusivamente por
el 78% de la actividad, dado que el 22% del PIB es economía sumergida”.