A lo largo
de los últimos años hemos asistido a un despliegue de los perfiles de los
paradigmas económicos de la nueva era: globalización, cambio tecnológico,
economía colaborativa, gig economy, digitalización, sostenibilidad,
transición energética, expansión monetaria permanente, abundancia, inmediatez…
Ante un
horizonte con ausencia de inflación, los principales bancos centrales han
venido prorrogando sucesivamente sus programas de compras de títulos públicos y
privados, y manteniendo los tipos de interés muy próximos al cero o incluso en
terreno negativo. Y ello a pesar de que la recuperación de la debacle económica
ocasionada por la Covid-19 estaba siendo más rápida de lo que podía esperarse
inicialmente.
Aunque las
advertencias lanzadas por algunos analistas sobre el resurgimiento de precios
al alza eran habitualmente tomadas con escepticismo o desdén, lo cierto es que
el lobo de la inflación ha hecho acto de aparición. El Fondo Monetario
Internacional (FMI) espera que ese ímpetu se frene pronto, pero no deja de
apuntar la existencia de una serie de factores de riesgo.
De una
situación económica caracterizada por la abundancia y la disponibilidad
inmediata de bienes a precios estabilizados, hemos pasado a otra de rigideces y
limitaciones por el lado de la oferta, perturbaciones en las cadenas de
suministro, y elevaciones de precios de la energía y de otros productos. “Chips
and ships shortage” (insuficiencia de microchips y de cargueros) es una
expresión de moda como reflejo de una coyuntura inesperada. Debido a los
cuellos de botella en las cadenas de producción, la producción industrial de la
Eurozona cayó en agosto de este año por debajo de los niveles prepandémicos, y
factorías automovilísticas se han visto obligadas a parar su actividad ante los
déficits de materiales, particularmente de semiconductores. Los tiempos de
entrega de mercancías han alcanzado niveles máximos desde finales de 2020, y
hay empresas que han pasado a gestionar sus propios buques de carga, y otras
que están desplazando sus puntos de abastecimiento más cerca de sus centros
productivos (“nearshoring”), como nuevas fuentes de competitividad.
Una parte
de la culpa hay que buscarla, evidentemente, en el impacto del coronavirus,
algunos de cuyos efectos se manifiestan con desfase temporal. Asimismo, el
enorme estímulo económico puesto en marcha globalmente ante la pandemia ($10,4
billones) ha propiciado un repunte, con un gran volumen de gasto de consumo que
ha tensionado unas cadenas globales de producción que habían carecido de la
inversión necesaria. La demanda de artículos electrónicos durante el
confinamiento ha influido igualmente en el déficit de microchips. La
escasez llega también, selectivamente, al mercado de trabajo, donde es
significativo el alto número de vacantes de empleo que no se cubren.
No
obstante, como ha señalado The Economist, la nueva economía de la escasez es el
producto de fuerzas más profundas. El proceso de descarbonización y la
consiguiente transición hacia las energías renovables han originado un aumento
de los precios del gas natural y de los derechos de contaminación. Además, el
repliegue previsible de las inversiones en pozos petrolíferos, plantas de gas
natural y minas de carbón generará incrementos de precios. En un mundo en el
que los combustibles fósiles representan aún un 81% de las fuentes de energía
primaria globales, lo anterior tendrá consecuencias negativas para familias y empresas,
que tendrán el consuelo, poco apreciable a corto plazo, de que se acelerará la
transición hacia energías más limpias y baratas. La “greenflation” emerge como
un peaje en ese tránsito.
Mientras
tanto, el alza de precios puede deprimir la demanda de bienes duraderos y de
inversión, y socavar la confianza de los consumidores. Las reminiscencias de
los años 70 se insinúan en el horizonte, con el amargo recuerdo de tasas de
inflación de dos dígitos y estancamiento económico. Casi nadie espera que se
repita aquel escenario, pero, como reconoce el FMI, el futuro es ahora más
impredecible de lo que era usualmente.
John H.
Cochrane sostiene que la escasez actual ha de cambiar las ideas económicas, que
hasta ahora habían despreciado la vertiente de la oferta, sacralizado la
expansión monetaria, abogado por la instauración de desincentivos laborales, e
ignorado los costes de la transición energética. ¿Estamos ante una “revancha de
la oferta”?
(Artículo
publicado en el diario “Sur”)