La inflación suele ser considerada
habitualmente como un impuesto. No lo es. Un impuesto, como todo tributo, genera
unos ingresos coactivos que son percibidos por el Estado. Sólo éste posee facultades
para establecer cargas tributarias, necesariamente mediante una ley. Hay, no
obstante, actuaciones económicas que originan efectos similares a los de los
impuestos. La inflación es un fenómeno que merma el poder adquisitivo del
dinero y, en este sentido, disminuye el valor real del efectivo y de los
depósitos bancarios, y también el de las deudas contraídas. De esta manera,
penaliza a los ahorradores y a los acreedores, y alivia la carga de los
deudores. Con carácter general, la inflación actúa como un redistribuidor de la
riqueza: se la quita a los acreedores y se la da a los deudores, que rebajan el
valor efectivo de sus obligaciones. La inflación es uno de los modos más
eficaces para disminuir el peso de la deuda pública.
No acaba ahí el papel de la
inflación. Vuelve a escena y con ella también su rol como recaudador impositivo
silencioso, taimado e ilegítimo. Realmente, en tanto no haya una estabilidad
absoluta de precios, está siempre presente. La inflación ocasiona múltiples
distorsiones en el ámbito del impuesto sobre la renta de las personas físicas
(IRPF), incluso aunque éste sea un impuesto proporcional, con un tipo de
gravamen fijo, por ejemplo, del 30%. Por una parte, se genera una carga
excesiva sobre las ganancias o plusvalías por la transmisión de activos.
Supongamos que una persona compró acciones por importe de €10.000 en el año 2001
y las vende por €20.000 en 2021, y que, entre ambos años, los precios han
aumentado un 40%. Dicha persona tendría que tributar por una renta de €10.000,
cuando sólo debería hacerlo por la ganancia real (€6.000).
Por otra parte, castiga a los
ahorradores, que son gravados por la totalidad de los intereses percibidos,
incluido el componente compensatorio de la inflación. Consideremos el caso de
una persona que contrata un depósito a plazo, por importe de €100.000, durante
un año, a un tipo de interés (nominal) del 5%, con una tasa de inflación anual
del 3%. Al cabo de un año percibirá intereses por €5.000 y tributará por este
importe, cuando sólo debería hacerlo por los intereses reales (€2.000), ya que
el resto (€3.000) sólo sirven para compensar la pérdida de poder adquisitivo
del saldo depositado.
Los problemas se agravan cuando el
IRPF tiene una tarifa progresiva, construida según tramos o escalones de renta,
por ejemplo, como la siguiente (cifras en euros): de 1 a 20.000: 20%; de 20.001
a 40.000: 30%; de 40.0001 a 50.000: 40%; de 50.001 en adelante: 50%. En el año
2020, una persona ha obtenido una renta neta del trabajo por importe de 50.000
euros. Le correspondería pagar 14.000 euros (tipo medio de gravamen del 28%). Supongamos
que, como consecuencia de una tasa de inflación del 10% anual, en 2021 percibe €55.000,
es decir, la misma renta en términos reales. De esta manera, se vería deslizada
a un escalón de renta superior y tributaría por una cuantía adicional (€5.000
euros), al 50%, aunque este importe sólo le había permitido compensar la
pérdida de poder adquisitivo. Pagaría 16.500 euros, con un tipo de gravamen
medio del 30%. Así, en el año 2020 tendría una renta disponible de €36.000,
mientras que en 2021 sería de 38.500, que, en términos reales (€35.000) sería
inferior. El problema se acentúa si en el impuesto se aplican mínimos exentos o
deducciones personales basadas en importes de cuantía fija.
Es fácil ver el perjuicio
ocasionado por la interacción de la inflación con la progresividad cuando, como
en el ejemplo anterior, se produce un “salto de escalón”. Sin embargo, el
problema también se presenta aunque el contribuyente permanezca en el mismo
tramo de la tarifa, ya que se encontrará con una mayor parte de su renta
gravada al tipo más alto que le corresponda. Así, una persona con unos ingresos
de €45.000 en 2020 y de €49.500 en 2021, tendría rentas disponibles reales de €33.000
y €32.455, respectivamente.
En definitiva, el juego conjunto de
la inflación y la progresividad origina el problema de la “rémora fiscal
inflacionaria”, que hace que una persona que no aumente su capacidad económica,
sino que simplemente se limita a mantener el valor real de sus ingresos antes
de impuestos, acabe con una merma de su capacidad económica real. Por supuesto,
si no logra que su renta crezca al mismo ritmo que la inflación, su capacidad
adquisitiva, antes y después de impuesto, irá disminuyendo, inexorablemente,
más que cuando tiene algún ajuste.
Con independencia de la
catalogación económica y jurídica de la inflación, es un persistente aliado de
la Hacienda Pública, a la que asiste como voraz recaudador no legitimado.
(Artículo publicado en el diario
“Sur”)