6 de noviembre de 2021

El remedio peronista contra la inflación

 

Un periodista de una cadena de televisión nacional me pide, a través de un correo electrónico, que valore la experiencia inflacionaria en España en los años 70 del pasado siglo. De sus palabras se deduce que, por su más que probable juventud, le resulta difícil hacerse a la idea de cómo podíamos arreglárnoslas en una época con una inflación de dos dígitos, y que llegó a desbocarse a comienzos de la segunda mitad de aquella década. La verdad es que ha transcurrido ya mucho tiempo, e incluso para quienes vivimos aquella experiencia, después de bastantes años de crecimiento moderado de los precios, no es fácil retrotraernos a entonces. Muchas son las cuestiones que plantea el periodista: por qué se produjo aquella situación, qué consecuencias tuvo, cómo logramos escapar de aquella espiral…

Mientras intento evocar aquel lejano entorno, recuerdo que, hace poco, la revista The Economist publicaba un artículo sobre cómo trata de hacerse frente a la inflación en Argentina, cuya tasa de inflación interanual se situaba en septiembre de este año en el 53%: “Argentina’s government has fixed the price of 1,432 products” (30-10-2021). El remedio es sencillo de arbitrar y bastante conocido: fijar por decreto los precios de una amplia gama de productos. Los controles de precios, el proteccionismo y los subsidios forman estructuralmente parte de la receta económica peronista, tan del gusto de dirigentes políticos de dentro y de fuera de Argentina.

Según el citado artículo, los kirchneristas “representan intereses que se benefician de la protección (empresarios industriales), o se ven aliviados con los subsidios (los pobres). Los controles aseguran una clase de estabilidad, impidiendo la hiperinflación”, pero “la estabilidad artificial tiene un coste: la economía apenas ha crecido desde 2008”. Las políticas de este corte llevan a un empobrecimiento, que, aunque más lento, es inexorable, sin esperanza alguna de crecimiento, proclama el seminario británico.

                                            Fuente: The Economist

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