Las estaciones ya
no son, quizás, lo que eran. En el recuerdo, real o percibido, quedan imágenes
lejanas de un tiempo antiguo cuando se apreciaba su tránsito a lo largo del
año. La llegada del otoño representaba un respiro, la vida parecía adoptar otro
ritmo, la ciudad cambiaba su fisonomía, y nos veíamos envueltos en una cadencia
distinta. Ahora, el estío prolonga su transición, huérfana de la lluvia
reparadora, que se ha quedado sin estación.
Pese a todo, el
aire se torna más benigno, y la luz del atardecer se muestra cautivadora,
mientras palidece en el horizonte. Pese a todo, algo queda de las estaciones,
aunque haya que detenerse un momento para darnos cuenta. Inadvertidamente, las
hojas se van tiñendo de color otoñal y nos regalan su belleza sin igual. Es una
invitación irrechazable al deleite de los sentidos, una señal para tomar
conciencia de los cambios de los ciclos que aún subsisten.
"Siempre deseamos lo que nunca tuvimos", me escribió alguien en la dedicatoria de un libro que me regaló cuando aún era un adolescente. El libro era "Nada", de Carmen Laforet, de quien ahora se conmemora el centenario de su nacimiento. Aquel certero aforismo sigue plenamente vigente. El anhelo de lo inalcanzable sigue ejerciendo su dominio. Sin embargo, lo malo es que, en su hegemonía, llegue a eclipsar el valor de lo que está a nuestro alcance, a veces sin ni siquiera saberlo.
(For ELN, remembering the fall colours shared in New Jersey many years ago).