Para cualquier hacendista formado bajo el manto del
paradigma de la teoría de los fallos del mercado, los impuestos son el elemento
esencial e imprescindible como sustento de la necesaria intervención del sector
público en la economía a fin de corregir tales deficiencias. La figura de los
impuestos se alza así sobre un pedestal sagrado que ha de preservarse a toda
costa. Está abierta la discusión para buscar el diseño óptimo del sistema
tributario, a la luz de los principios básicos, pero no se concibe cuestionar o
poner en duda su papel.
Es, pues, explicable el enorme impacto que puede
causar tener conocimiento de posturas que ponen en entredicho el estatus
sacrosanto de los impuestos. En particular, la noción de fiscalidad voluntaria
planteada por Sloterdijk es ciertamente disruptiva.
También lo es en buena medida la obra “Hacienda somos
todos, cariño”, escrita por Carlos Rodríguez Braun, María Blanco, y Luis Daniel
Ávila. Se trata de un libro que no dejará indiferente a quien lo lea. A unos,
probablemente les enfurezca, mientras que a otros les pueda servir de rearme
moral y dialéctico para defender posturas que probablemente no se habían
imaginado antes o no se atrevían a expresar.
La carta de presentación es bastante clara respecto a
sus intenciones: “De eso va este libro, de cómo el Estado ha procurado que los
ciudadanos veamos y valoremos sobre todo sus aspectos positivos, a la vez que
intenta ocultar, disfrazar o justificar sus aspectos negativos… En particular,
cuestionamos el extendido dogma según el cual es inconcebible que los
ciudadanos padezcamos en el futuro una opresión fiscal relativamente menor a la
actual”.
En las antípodas de este libro, en el que se defiende
la tesis de que “es la sociedad la que crea la riqueza y el bienestar, no la
política”, se sitúa el de Emmanuel Saez y Gabriel Zucman “El triunfo de la
injusticia”. “Sin impuestos no hay cooperación, ni prosperidad ni destino común”,
se sostiene en esta influyente obra a escala internacional, escrita por dos
distinguidos colaboradores de Piketty.
Ambos economistas se muestran partidarios entusiastas
del modelo fiscal que estuvo vigente en Estados Unidos, impulsado por Roosevelt,
y que, de 1941 a 1976, posibilitó lo que ellos mismos califican como “tipos
cuasiconfiscatorios”, en el impuesto sobre la renta, que rondaron el 80% para los
estadounidenses más adinerados. Y ponen de relieve dos aspectos importantes:
por un parte, que la pretensión esencial de las medidas fiscales no era la
recaudatoria, sino asegurar que nadie ganara más de una cierta cantidad de
dinero; de otra, que el desarrollo de la tributación progresiva fue ante todo
fruto de las transformaciones intelectuales y políticas iniciadas a finales del
siglo XIX, ligadas a la evolución del partido demócrata, “brutalmente segregacionista
en el sur, pero deseoso de unir a los blancos de bajos ingresos del norte y del
oeste contra las élites financieras republicanas mediante un programa económico
igualitario”.
Un cambio drástico se produjo con la reforma fiscal de
Ronald Reagan de 1986, que, curiosamente, fue respaldada “con entusiasmo” por
demócratas como Al Gore, John Kerry, y también Joe Biden. Los autores
despliegan un amplio arsenal argumental contra el uso de ventajas fiscales por
los contribuyentes más ricos y, asimismo, contra los esquemas utilizados por
las multinacionales para minimizar su carga tributaria total. En este sentido,
apelan a la “doctrina de la sustancia económica”, que tiende a considerar
ilegal cualquier transacción que no tenga otro propósito que la reducción de la
responsabilidad fiscal.
La conclusión principal a la que llegan es que las
sociedades pueden decidir qué nivel de progresividad fiscal desean. No
obstante, lo ideal sería poder decidir el marco tributario antes de saber la
posición económica que va a ocupar cada persona. En los procesos de elección
colectiva democráticos reales, se puede dar el caso de que una mayoría adopte
acuerdos que afecten exclusivamente a una minoría. El problema de la “tiranía
de la mayoría”, esgrimido por los liberales, es despreciado por quienes, como
Saez y Zucman, ensalzan los beneficios de la acción colectiva y el papel
central del gobierno en la organización de la sociedad.
La célebre frase del juez Oliver Wendell Holmes, Jr.,
según la cual “Los impuestos son el precio pagado por la civilización”, es
objeto de consideración en los dos libros citados. Como piedra angular
justificativa del sistema impositivo en un caso; en otro, como simple aforismo
para contraponer el argumento de que la noción de que “Contribuir da derecho a
exigir” sólo es válida en los contratos privados: “si pagamos impuestos, no
tenemos en verdad derecho a exigir nada. Igual que si no lo pagamos”.
(Artículo publicado en el diario “Sur”; con fecha 3-5-2021, en este blog se publicó un post sobre los mismos libros).