La primera
vez que visité París todavía era bastante joven y aún guardaba intacto un baúl
lleno de ilusiones. Corría el verano de 1979. Fue un viaje memorable, una experiencia
inolvidable que, en gran medida, cambiaría el curso de mi vida en algunos
aspectos importantes. Estuvo a punto de serlo mucho más, pues sólo
milagrosamente pude evitar quedar aplastado por un autobús, contra la pared de
una estrecha calle de Montmartre.
Habría sido un
final absurdo, probablemente escrito en un guion oculto, por alguna pluma
caprichosa, pero la interposición de un providencial ángel de la guarda fue capaz
de alterar el curso del relato. No siempre es así. Hoy, llenos de dolor, asistimos
a la despedida, abrupta y cruel, del gran Eugenio Alonso, personaje inefable e inabarcable
en su autenticidad. Incansable perseguidor de sueños, su espíritu, indómito y
puro, seguirá volando hasta la eternidad.
Me paro a
pensar y los recuerdos de aquel primer París, que tanto había admirado antes a
través de las fotografías que me llegaban de Francia y de la infinidad de
historias que, cada verano, nos traían los queridos emigrantes. Así se les llamaba
entonces. A uno de ellos, que compuso la emocionante “Canción del emigrante”,
tuve la oportunidad de verlo en la capital francesa. Alí me presentó a un veterano
militante comunista, que, según me dijo, había participado en la creación del
PSUC. Era una persona culta, educada y respetuosa, que me contó interesantes
episodios de su vida. Con él mantuve correspondencia durante un tiempo. A pesar
de la diferencia de edad, siempre me trataba de usted. Al cabo de unos años,
retornó a su pueblo natal, en la provincia de Valencia. Me hice el propósito de
visitarlo, pero, como tantas otras veces, no llegué a materializarlo.
Llegué a
París un domingo por la noche. Al día siguiente, la primera visita era
obligada. Al salir del metro y buscar su imagen, la emoción fue indescriptible,
cuando me vi ante la imponente figura de la Torre Eiffel. Si ésta era un destino
prioritario, también la plaza de la Bastilla, con toda su significación histórica,
era un lugar al que anhelaba acceder a toda costa. Difícilmente -pensaba entonces,
y durante mucho tiempo después- podía haber un hito que hubiese tenido tanta trascendencia
para la historia contemporánea como la mítica toma de la prisión parisina.
Curiosamente,
al cabo de tantos años, una de las personas relacionadas con aquel viaje a
París me ha regalado un ejemplar de un extraño libro titulado “¡Creer o morir!
Historia políticamente incorrecta de la Revolución francesa” (Biblioteca Homo
Legens, 2021), de Claude Quétel. En él se describe el célebre episodio de la toma
de la Bastilla (págs. 125-126): “… Encontraron solo siete prisioneros. En vano
buscaron otros por todos los rincones. Cuatro falsificadores que estaban en
espera de juicio, sin esperar otra cosa, desaparecieron. Los otros tres fueron
paseados por las calles con mil muestras de respeto, pero enseguida fue evidente
que dos de ellos eran locos a los que fue necesario encerrar al día siguiente
en Charenton. El último de los siete, prisionero por cometer incesto, no era
más presentable que los otros, y también consiguió desaparecer. No importa, se inventaron
al instante un octavo…”.
Desconcertado
ante semejante versión, me quedé completamente desconcertado, como impactado
por el detallado relato de todo lo que aconteció después del 14 de julio de
1789. Aun siendo sabedores de la existencia del período del denominado “Terror”,
cuesta trabajo asimilar tal cantidad de iniquidades y aberraciones. ¿Realidad,
leyenda o ficción? ¿Dónde estará la verdad?