En el año
1819, en el Ateneo Real de París, Benjamin Constant pronunció un discurso
acerca de dos tipos de libertad, la disfrutada por algunos pueblos antiguos y la apreciada por las (entonces) naciones modernas[1]. La confusión
entre ambas, en opinión del filósofo francés, “[fue] la causa de muchos males
en momentos demasiado notorios de [la] Revolución [francesa]” (pág. 74). La distinción
establecida puede aportar una perspectiva de interés para analizar situaciones
hoy vividas en distintas partes del mundo.
Según
Constant (pág. 77), para los habitantes de países como Inglaterra, Francia o
Estados Unidos, la palabra libertad “consiste en el derecho a no estar sometido
más que a las leyes, a no poder ser arrestado, ni detenido, ni muerto, ni
maltratado en forma alguna como resultado de la voluntad arbitraria de uno o
varios individuos. Para todos ellos es el derecho de expresar su opinión, de
elegir su profesión y ejercerla, de disponer de su propiedad y hasta de
malbaratarla; de ir y venir sin permiso y sin tener que dar cuenta de motivos o
afanes. Es, para todos ellos, el derecho a reunirse con otros individuos… Por
último, es para todos el derecho de influir en la administración del
gobierno…”.
Por otro lado,
consideraba (pág. 79) que “entre los antiguos, el individuo era generalmente
soberano en los asuntos públicos y un esclavo en todas las relaciones privadas.
Como ciudadano, decidía sobre la paz y la guerra. Como particular estaba
limitado, vigilado y reprimido en todos sus movimientos… Podía ser privado de
sus bienes, despojado de sus dignidades, desterrado y muerto por la voluntad
discrecional del conjunto del que formaba parte. Por el contrario, entre los
modernos el individuo es independiente en la vida privada, pero no es soberano
más que en apariencia, incluso en los Estados más libres. Su soberanía está
restringida y casi siempre suspendida”.
No parece una
mala piedra de toque la definición de libertad que se desprende de las
reflexiones de Constant, como tampoco son difíciles de percibir las dificultades
para cubrir satisfactoriamente todos los requerimientos incluso en los países
más avanzados del mundo. Sería de gran utilidad poder disponer de un indicador
que, de manera fidedigna, reflejase el grado de libertad efectiva disfrutado por
una persona. Haría falta delimitar las variables a considerar (por supuesto, se
pueden añadir otras distintas a las que señala Constant), darles una ponderación
y, sobre todo, medirlas muy bien. Desde luego, habría que excluir de esa labor
de medición a aquellas personas que manejan con demasiada laxitud, en función
de sus afinidades o intereses personales, los criterios sobre lo que es o no un
ciudadano libre, y sobre lo que es o no un país democrático.