18 de agosto de 2021

John Connolly: old blood in updated bottles

 

En sus momentos de lucidez, Arsenio no recuerda el personaje en que creyó convertirse. Tras una fase de enajenación, la terapia seguida parece haber dado, al menos transitoriamente, frutos prometedores. Después de bastante tiempo, he podido volver a mantener con él una conversación acerca de las tendencias recientes de las novelas policíacas, terreno en el que sigue siendo toda una autoridad.

Lo primero que le dije es que, a tenor de: i) el inabarcable ritmo hiperinflacionario de las publicaciones; ii) el abuso de las reiteraciones temáticas; iii) la falsedad de tanto reclamo publicitario en forma de opiniones supuestamente autorizadas; iv) la proliferación de obras de las que se dice que atrapan desde la primera página, que, en la realidad, rivalizan con las que invitan a abandonarlas justo desde ahí; v) la patente falta de calidad; vi) unida a la carencia de tiempo y de recursos para descubrirla, en la práctica he arrojado casi totalmente la toalla, tras acumular una buena colección de títulos fallidos o deleznables. Me alegro mucho de que Arsenio se vaya recuperando, lo cual, además, podría tener como efecto colateral el volver a servirme de eficaz consultor en la materia, como bibliotecario especializado en la “novela negra”, expresión que realmente no sé si es lícito utilizar, en el sentido tradicional.

De esta guisa, aproveché para preguntarle su docto parecer acerca de la última novela de John Connolly, “Sangre antigua”, que compré no hace mucho, aunque sin haber empezado aún a leerla. Era una pregunta obligada, después de haber constatado que, en algunas de sus últimas entregas, el escritor irlandés se había adentrado claramente en zona de rendimientos decrecientes.

Destaca por su abultada extensión (más de 750 páginas), por sus incursiones históricas en el arte de la edición y en oscuros episodios atávicos, más que por su interés intrínseco y su tono narrativo; uno de los relatos menos intrigantes y emocionantes, sobre todo en sus primeras ¡500 páginas!, me comentó sobre la marcha Arsenio. Me recordó el comentario que una vez leí en el diario “El País” sobre una exitosa magna -en tamaño, inequívocamente- novela. Hasta la página 700 no se entraba en faena. Me cuesta trabajo creer que, en un relato connolliano, conocidos sus ingredientes básicos, pueda ocurrir algo semejante.

También me informó de que, en esta ocasión, acompañado de un equipo más amplio que el habitual, Parker viaja a Holanda e Inglaterra, en busca del rastro de los dos funestos y letales personajes que lograron escabullirse en la anterior aventura. Dos de los seres más malignos y siniestros de toda la saga parkeriana.

Por otro lado, incidentalmente, desde sus primeras publicaciones, Connolly se ha mostrado siempre como un pulcro estilista de la fineza política, lo que es un rasgo consustancial de sus creaciones. En este último caso, según parece, extrema esa sensibilidad, en opinión de mi interlocutor, y hace una clara ostentación de ella.

Pese a tales antecedentes, a tenor del considerable poder de atracción de las narraciones de Connolly, no hay que descartar el riesgo de caer de nuevo en la trampa de la lectura, con el consiguiente peligro de adentrarnos, no ya en una zona de rendimientos decrecientes, sino negativos. Así las cosas, ante este tipo de tesituras, no queda otra salida que decantarse entre permanecer con la imagen que ya se tiene del autor y su obra, y el riesgo de que aquélla se deteriore. Nunca hay excluir, por supuesto, la posibilidad de que, no obstante las indicaciones recibidas, aguarde alguna sorpresa positiva.

Pero, ya se sabe, para optar a esa oportunidad potencial, hay que incurrir en un coste de oportunidad, que, según los indicios, no ha de ser despreciable. Así pues, la elección está sobre la mesa: aprovechar el ejemplar, aún impoluto, para un obsequio, o abrirlo e iniciar la lectura. En función de la experiencia, comenzada hace años con “Todo lo que muere”, sí creo que optar por esta última implicaría una alta probabilidad de completarla. Haber atendido a aquella observación del crítico de “Babelia” tal vez me privó de algún disfrute extraordinario. Ya no tiene remedio, pues no consigo recordar el nombre del autor.



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