En
sus momentos de lucidez, Arsenio no recuerda el personaje en que creyó
convertirse. Tras una fase de enajenación, la terapia seguida parece haber
dado, al menos transitoriamente, frutos prometedores. Después de bastante
tiempo, he podido volver a mantener con él una conversación acerca de las
tendencias recientes de las novelas policíacas, terreno en el que sigue siendo
toda una autoridad.
Lo
primero que le dije es que, a tenor de: i) el inabarcable ritmo
hiperinflacionario de las publicaciones; ii) el abuso de las reiteraciones
temáticas; iii) la falsedad de tanto reclamo publicitario en forma de opiniones
supuestamente autorizadas; iv) la proliferación de obras de las que se dice que
atrapan desde la primera página, que, en la realidad, rivalizan con las que
invitan a abandonarlas justo desde ahí; v) la patente falta de calidad; vi)
unida a la carencia de tiempo y de recursos para descubrirla, en la práctica he
arrojado casi totalmente la toalla, tras acumular una buena colección de
títulos fallidos o deleznables. Me alegro mucho de que Arsenio se vaya
recuperando, lo cual, además, podría tener como efecto colateral el volver a
servirme de eficaz consultor en la materia, como bibliotecario especializado en
la “novela negra”, expresión que realmente no sé si es lícito utilizar, en el
sentido tradicional.
De
esta guisa, aproveché para preguntarle su docto parecer acerca de la última
novela de John Connolly, “Sangre antigua”, que compré no hace mucho, aunque sin
haber empezado aún a leerla. Era una pregunta obligada, después de haber
constatado que, en algunas de sus últimas entregas, el escritor irlandés se
había adentrado claramente en zona de rendimientos decrecientes.
Destaca
por su abultada extensión (más de 750 páginas), por sus incursiones históricas
en el arte de la edición y en oscuros episodios atávicos, más que por su
interés intrínseco y su tono narrativo; uno de los relatos menos intrigantes y
emocionantes, sobre todo en sus primeras ¡500 páginas!, me comentó sobre la
marcha Arsenio. Me recordó el comentario que una vez leí en el diario “El País”
sobre una exitosa magna -en tamaño, inequívocamente- novela. Hasta la página
700 no se entraba en faena. Me cuesta trabajo creer que, en un relato connolliano,
conocidos sus ingredientes básicos, pueda ocurrir algo semejante.
También
me informó de que, en esta ocasión, acompañado de un equipo más amplio que el
habitual, Parker viaja a Holanda e Inglaterra, en busca del rastro de los dos
funestos y letales personajes que lograron escabullirse en la anterior
aventura. Dos de los seres más malignos y siniestros de toda la saga
parkeriana.
Por
otro lado, incidentalmente, desde sus primeras publicaciones, Connolly se ha mostrado
siempre como un pulcro estilista de la fineza política, lo que es un rasgo
consustancial de sus creaciones. En este último caso, según parece, extrema esa
sensibilidad, en opinión de mi interlocutor, y hace una clara ostentación de
ella.
Pese
a tales antecedentes, a tenor del considerable poder de atracción de las
narraciones de Connolly, no hay que descartar el riesgo de caer de nuevo en la
trampa de la lectura, con el consiguiente peligro de adentrarnos, no ya en una
zona de rendimientos decrecientes, sino negativos. Así las cosas, ante este
tipo de tesituras, no queda otra salida que decantarse entre permanecer con la imagen
que ya se tiene del autor y su obra, y el riesgo de que aquélla se deteriore. Nunca
hay excluir, por supuesto, la posibilidad de que, no obstante las indicaciones
recibidas, aguarde alguna sorpresa positiva.
Pero,
ya se sabe, para optar a esa oportunidad potencial, hay que incurrir en un
coste de oportunidad, que, según los indicios, no ha de ser despreciable. Así
pues, la elección está sobre la mesa: aprovechar el ejemplar, aún impoluto,
para un obsequio, o abrirlo e iniciar la lectura. En función de la experiencia,
comenzada hace años con “Todo lo que muere”, sí creo que optar por esta última
implicaría una alta probabilidad de completarla. Haber atendido a aquella
observación del crítico de “Babelia” tal vez me privó de algún disfrute
extraordinario. Ya no tiene remedio, pues no consigo recordar el nombre del autor.