Desde hace unos años, el
Instituto Juan de Mariana viene editando, dentro de la Colección de Ensayo Político, una serie de obras clásicas y otras
de autores actuales. La selección efectuada, ya sea por una razón o por otra,
ofrece siempre bastantes alicientes y elementos de interés. Esto ocurre
también, y de modo acentuado, en el caso de la publicación del libro del joven
abogado y comentarista político Ben Shapiro “El lado correcto de la historia” (Ediciones Deusto, 2020).
A ese perfil añadía hasta hace
poco el de conferenciante en los campus universitarios, actividad a la que, a
tenor de lo que relata en la introducción de dicho libro, parece que habrá de
renunciar. Otrora espacios de libertad, algunos de esos campus se han
convertido en reservas espirituales y materiales en las que no tienen cabida
ideas y teorías que no cuenten con el aval del pensamiento correcto. Los libros
en formato clásico siguen siendo, sin embargo, al menos hasta ahora, aunque con
evidentes barreras de acceso, un eficaz vehículo para la transmisión de tales
planteamientos. Ahí radica la causa de la edición del libro de Shapiro. No sé
si también será ese el motivo por el que Rosa Díez, que tuvo alguna desgraciada
experiencia en sede universitaria, haya recurrido a la vía editorial con “La demolición” (La Esfera de los Libros,
2021). No conozco esta publicación, que me ha recomendado la misma persona que,
hace ya demasiados años, me animó a asistir al histórico mitin que Felipe
González dio en la Facultad de Económicas de Málaga en el año 1976.
Es casi inevitable evitar verse
arrastrado por los recuerdos, por lo que es mejor que retorne a Shapiro, pese a
los riesgos asociados incluso a la mera consideración de un personaje vilipendiado
en los paraninfos y execrado por las élites del pensamiento económico.
Según expone, su libro trata de
dos misterios relativos a la sociedad estadounidense: “¿por qué nos ha ido tan bien?”, y “¿por qué estamos echándolo todo a perder?”. Alineado, al menos en
apariencia inicial, con las tesis pinkerianas, sostiene Shapiro que no vivimos
en un mundo perfecto, pero sí en el mejor mundo que hemos conocido. Sin
embargo, en vez de vivir en una sociedad que funcione en torno a la lógica,
vivimos en una sociedad basada en la autoestima, en la que hay una división
mayor que nunca, y ha desaparecido la confianza en las instituciones.
A continuación repasa algunas
explicaciones de uso común (aumento de la desigualdad económica, cuestión
racial, influencia de las redes sociales) y, sorprendentemente, rechaza
contundentemente tales factores. Su tesis es que “la civilización occidental, con sus valores, su razón y su ciencia, se
construyó sobre bases muy sólidas que, lamentablemente, hemos olvidado, dando pie
al desplome progresivo de lo mejor de nuestra civilización”.
Sin ocultar en ningún momento sus
profundas convicciones religiosas, Shapiro subraya que “desde Jerusalén y Atenas, hemos cultivado la creencia en que la
libertad bebe de dos ideas gemelas: la primera sostiene que Dios creó a todo
ser humano a su imagen y semejanza; la segunda mantiene que los seres humanos somos
capaces de investigar y explorar el mundo que ha creado Dios… En Jerusalén y
Atenas se construyó la ciencia. La confluencia de los valores judeocristianos
con el pensamiento racional de las leyes naturales griegas dieron pie a los
derechos humanos…”, y están en la base de grandes hitos que han marcado la
evolución de la sociedad occidental. En cambio, “las civilizaciones que le han dado la espalda a Jerusalén y Atenas han
colapsado y no han dejado más que polvo detrás”, capítulo en el que
menciona la Unión Soviética, la Alemania nazi y la Venezuela actual. Frente a
la idea de que nada de esto puede ocurrir en Estados Unidos, Shapiro aduce que
“el progreso no está garantizado, y de
hecho, puede que estemos enterrándolo de forma paulatina, acabando con nuestro
bienestar desde dentro”. Y otro tanto, asegura, sucede en Europa.
El autor del libro reconoce que
ha existido una tensión innegable entre Jerusalén y Atenas, “pero acabar con esa tensión es un error: se
trata de aunar lo mejor de ambas tradiciones, no de tumbar el puente que nos ha
permitido unir la herencia de ambas civilizaciones y construir un mundo mejor”.
Teniendo en cuenta la
transparente declaración de la profesión de su fe religiosa, y, no digamos, el
aluvión de descalificaciones y etiquetas acusatorias que encontramos sobre Ben
Shapiro, incluso antes de completar la introducción podemos sentir la tentación
de arrumbar el libro. Dado que procuro atenerme al criterio de valorar los
argumentos no en función de quién los proclame y defienda, sino de su mayor o
menor fundamentación y validez, creo que merece la pena participar en la
excursión intelectual propuesta, no ya con ánimo de refutación ni de aplauso,
sino con el de recabar elementos para la reflexión personal.
La búsqueda de la felicidad es la
gran cuestión que se aborda inicialmente. A partir de una referencia clave a lo
largo de toda la obra, la de los Padres Fundadores de Estados Unidos, rechaza
que los gobiernos hayan de ser responsables de nuestra felicidad, ni que deban
garantizarla, sino proteger nuestro derecho a perseguirla. Bajo la inspiración
de raíces judeocristianas y postulados filosóficos de la Grecia antigua,
aderezados en el tamiz de los Padres Fundadores, para Shapiro la felicidad
comprende cuatro elementos: el propósito moral y la capacidad individual, por
un lado, y el propósito moral y la capacidad colectiva, por otro. Defiende que
“Nuestra sociedad fue construida sobre el
reconocimiento de estos cuatro elementos. La fusión de Atenas con Jerusalén,
templada por el ingenio y la sabiduría de nuestros Padres Fundadores, condujo a
la creación de una civilización de libertad incomparable y repleta de hombres y
mujeres virtuosos, que se esfuerzan por mejorarse a sí mismos y a la sociedad
que los rodea. Pero estamos perdiendo esa civilización…”, y asevera que “No puede haber un propósito moral o
comunitario sin una base de significado divino. No puede haber capacidad
individual o comunitaria sin una creencia constante y permanente en la
naturaleza de nuestra razón”. En definitiva, según él, “La historia de Occidente se basa en la
interacción entre estos dos pilares: lo divino y lo racional”.
Encontramos luego la oportunidad
de acercarnos a los principios del judaísmo, al que le atribuye la creación de
la noción de un universo moral, y coloca por encima de los politeísmos. Frente a
la patente división entre gobernantes y plebeyos, “El judaísmo luchó contra esta desigualdad humana con uñas y dientes.
Bajo sus postulados, todos somos creados iguales y estamos dotados con un
cierto nivel de libre albedrío… El judaísmo cree que el poder debería existir
en primera instancia en la familia y, en segundo lugar, en la comunidad de la
fe. Sólo después, y finalmente, estaría el gobierno”. Y continúa afirmando
que “El judaísmo tiene una sana sospecha hacia el poder centralizado…
De igual modo, la Biblia está llena de fórmulas que aspiran a consagrar el
desarrollo del propósito individual y colectivo. Esa verdad empezó a ser
oscurecida por la lectura que hizo de la Biblia la Ilustración”.
Y eleva luego su tono cuando,
tras constatar que “ignorar el legado de
la tradición grecorromana perpetúa la mentira de que la civilización occidental
nos trajo explotación y no libertad”, afirma que “De hecho, los promotores del multiculturalismo educativo no promueven
un aprendizaje más amplio sino la falta de aprendizaje”.
Para Shapiro, “Jerusalén trajo los cielos a la tierra, pero
la elevación de la razón de Atenas lanzó a la humanidad hacia las estrellas”,
declaración que sirva de pórtico a un recorrido por las aportaciones de los
principales filósofos a lo largo de la historia. De entrada, se ensalza de
nuevo a los griegos, quienes crearon las bases del método científico y nos
dieron también las raíces de la democracia. A pesar de la concisión de los
capítulos, no falta una alusión a la controversia relativa a la crítica de
Popper a la figura de Platón.
Firme partidario de la necesidad
de estudiar a los clásicos, subraya que “sin
Atenas, Occidente no existiría tal y como es, lo que sin duda haría que el
mundo fuese mucho peor… pero limitarnos a Atenas no es suficiente paras
explicar la grandeza de Occidente. Atenas no fue suficiente: Occidente aún
requeriría de Jerusalén”.
Pero ambos componentes estaban en
guerra entre sí. ¿Podían unirse las dos tradiciones?, se pregunta Shapiro, para
quien las preguntas suscitadas impulsaron la filosofía y la religión durante
los siguientes trece siglos, transformando “el
pensamiento y la historia del continente europeo y proporcionando la siguiente
capa de ideas fundamentales que permitió la construcción de la modernidad”.
Desde esta perspectiva, se cataloga el cristianismo como “el primer intento serio de fusionar el pensamiento judío con el griego”.
Pero, como él mismo reconoce, “al hacer
que la fe fuese primordial, el cristianismo relegó el papel de la razón griega
en la vida de los seres humanos”. La expansión de esta religión es,
inevitablemente, objeto de consideración, tras recordarnos que en el año 40
había alrededor de mil cristianos…
Trata luego de rebatir la idea de
que el período de expansión del cristianismo fuese una “Edad Oscura”, y reivindica que “el
progreso continuó a medida que se extendió el cristianismo”, aportando
algunas referencias culturales, educativas, artísticas y económicas. Sin
embargo, “para que la ciencia y la
democracia arraigasen definitivamente en Occidente, la razón tenía que ser
elevada una vez más”, proceso que comenzó con el escolasticismo. El
pensamiento de Aquino vino a encarnar la unificación de Jerusalén y Atenas. Y
es al ensalzar su figura cuando Shapiro expone algunas de sus tesis más
desafiantes: i) “Contrariamente a lo que
sostiene la propaganda del movimiento ateo posmoderno, casi todos los grandes
científicos hasta la era del darwinismo fueron creyentes en la religión”;
ii) “La era del progreso científico no
comenzó con la Ilustración. Comenzó en los monasterios europeos”.
Otro de los elementos que
incorpora en su discurso es el reproche a la “certeza moral completa y absoluta con la que creen actuar nuestros
líderes”, tanto de la izquierda como de la derecha política: “Esta noción arrogante de certeza absoluta
atenta contra los cimientos de nuestra propia civilización”. Asimismo,
incide de nuevo en que “el mito
secularista sostiene que la religión detuvo el desarrollo de la ciencia durante
milenios. Nada más lejos de la realidad. Sin los fundamentos judeocristianos,
la ciencia no existiría como en Occidente. Así de simple”. El respaldo a
esta posición representa un difícil empeño, al que no rehúye Shapiro, como
tampoco al no menos arduo de buscar los fundamentos filosóficos del Estado.
Los Estados Unidos de América
aparecen más tarde como el primer país de la historia en el que culmina el
largo viaje filosófico descrito, con unos Padres Fundadores devotos de Cicerón
y Locke, de la Biblia y de Aristóteles, y que concebían los derechos y las
obligaciones como las dos caras de la misma moneda. En palabras de Shapiro, “La ideología de los Padres Fundadores sirvió
como la base del mayor experimento de progreso y libertad jamás ideado por la
mente del hombre… se trató de una idea desarrollada a través de principios
judeocristianos y de la tradición racional griega”. La consecución de fines
sociales o comunitarios a través de asociaciones voluntarias, aspecto destacado
por Tocqueville, era uno de los pilares de dicha filosofía. La importancia de
la distinción entre lo comunitario y lo público, desafortunadamente hoy día tan
ignorada, subyace en dicho enfoque.
Para Shapiro, “la filosofía de los fundadores… ha sido una
bendición histórica y sin parangón para la humanidad… Pero esa filosofía fundacional,
que es la joya de la corona de Occidente, no ha prevalecido. De hecho, ha ido
decayendo gradualmente”. A la explicación de ese proceso dedica varios
capítulos.
Argumenta que la filosofía
fundacional se basaba tanto en la razón secular como en la moral religiosa, y
cuestiona la visión de “los defensores de
la llamada Ilustración” en el sentido de que la filosofía de Occidente
moderno nació del rechazo de la religión y del abrazo a la razón.
Particularmente crítico se muestra con diversos pensadores, como Voltaire: “Cuando la idea de libertad de Voltaire se
mezcló con la pasión de Jean-Jacques Rousseau… el resultado terminó siendo la
guillotina”. Y, apoyándose en Dostoievski, considera que la muerte de Dios
suponía también la muerte del hombre, y que “la razón sin límites, combinada con la pasión natural, terminaría
pronto por convertirse en una mezcla tóxica”. Claramente contracorriente es
su análisis de la Revolución francesa (“fue
sangrienta, insaciable y horrible”) y su crítica de la preponderancia de lo
colectivo frente a lo individual. Llevó a la celebración del “Estado nación como la apoteosis de la
voluntad general”, y “convirtió el
nacionalismo romántico en una fuerza impulsora de la historia”.
La figura de Marx es,
lógicamente, objeto de consideración, y, como era de prever, no con una
benevolente conclusión: “El pensamiento
marxista ofreció una visión transformadora de la humanidad… El fantasma del
comunismo no sólo recorrió todo el mundo, sino que llegó a dominar a miles de
millones de personas. Pero la puesta en práctica de esta filosofía condenó a
millones de individuos a la esclavitud, la miseria y la muerte”.
Posteriormente la atención se
centra en la “religión de la humanidad”
propugnada por Auguste Comte, que “sentó
las bases para la arrogante y pretenciosa era del progresismo occidental que se
abrió paso tiempo después”. Como postulaba John Dewey, “el Estado debe usar medios para promover los
derechos de empoderamiento, las cosas que los ciudadanos necesitan para
‘crecer’…”. Según Shapiro, el “progresismo
pragmático” se asentó en Estados Unidos.
En un plano más general, “el nacionalismo romántico, el
redistribucionismo colectivista y el progresismo científico iluminaron toda
necesidad individual de sentido… No sorprende, pues que los peores pecados de
los siglos XIX y XX naciesen de distintas combinaciones” de tales
elementos. Los casos de la Alemania nazi, la Unión Soviética, y de China en la
etapa maoísta son objeto de consideración.
Shapiro aporta referencias que
denotan que “el deseo de que exista un
régimen capaz de materializar las utopías que se creían superadas tras los
fracasos del siglo XX sigue muy vivo”. Apartándose claramente de las tesis
dominantes, efectúa un repaso de la experiencia norteamericana en el ámbito de
las políticas económicas y sociales a lo largo del siglo pasado. Sus
aseveraciones no dejan de causar sorpresa al lector cuando, por ejemplo, afirma
que la planificación económica de Roosevelt alargó la Gran Depresión durante
casi una década.
Más adelante, después de cribar
las aportaciones de los filósofos existencialistas, cuestiona la interpretación
de la Ilustración de Steven Pinker, al presentarla como una ruptura
significativa con el pensamiento precedente, y por concebir el progreso humano
en términos estrictos de indicadores de calidad de vida. Para Shapiro, “los intentos de la Nueva Ilustración de
repudiar los valores judeocristianos y la teleología griega descansan en una
ignorancia de la historia”. A pesar de ello, aboga por que “los nuevos atenienses científicos deberían
hacer causa común con los devotos de Jerusalén, en lugar de hacerles la guerra.
Lo mismo sucede a la inversa. Porque resulta que, al fin y al cabo, existen
amenazas filosóficas muy grandes que se dirigen contra la civilización occidental
y que requieren de toda nuestra atención”. En el capítulo noveno (“Retorno al paganismo”) refleja su visión
al respecto, con una versión heterodoxa de la evolución de la sociedad
norteamericana y una explicación de las claves de la transformación cultural
acontecida en el curso de las últimas décadas. La noción de “interseccionalidad” (entre grupos
formados por distintos colectivos según determinadas características) desempeña
un rol destacado en esa exégesis.
Ante el desolador panorama que
traza de la sociedad estadounidense, marcada por la división social, la ira y
el odio, propugna como alternativa la vuelta a los valores judeocristianos y la
razón griega que sustentaron la fundación de Estados Unidos.
Con independencia del
posicionamiento personal que adoptemos ante la obra de Shapiro, hay que
reconocer que ésta tiene al menos dos aspectos positivos: la explícita
declaración de sus creencias y juicios de valor, y la condición de
contrastables que tienen las proposiciones en las que basa su desafiante
discurso.