Como se señala en diversas entradas anteriores de
este blog, la delimitación del concepto y del alcance de la denominada
responsabilidad social corporativa (RSC), con el paso del tiempo, no sólo no se
ha perfilado de manera nítida, sino que resulta cada vez más difícil poder
identificar su ámbito con precisión.
Ante un panorama en el que convergen filosofías y
planteamientos corporativos, recomendaciones y expectativas de supervisores,
requerimientos regulatorios, exigencias de inversores, preferencias de
clientes, posicionamientos de grupos de interés, y otros factores de entorno,
el reto de dibujar el espacio propio de la RSC es mayúsculo.
Si damos por hecho que la definición propuesta por
Milton Friedman, basada en la necesidad de generación de beneficio -más que un
propósito, un requisito ineludible para la supervivencia de una empresa a medio
y largo plazo-, ¿qué criterio podemos utilizar para la demarcación de la RSC,
especialmente frente a la noción de sostenibilidad?
Un criterio orientativo podría ser circunscribir la
RSC a la esfera de las conductas estrictamente voluntarias, y dejar para la
sostenibilidad aquellas otras que vienen dictadas por requerimientos,
directrices, expectativas y prácticas de obligado cumplimiento, o que, sin
serlo desde un punto de vista legal, son completamente ineludibles para operar
con normalidad en el mercado.
Desde mi punto de vista, ese criterio es válido,
pero ha de tomarse conciencia de que, en virtud del auge, tanto en extensión
como en intensidad, del paradigma de la sostenibilidad, asistimos a un proceso
de vaciamiento acelerado del territorio de la RSC. Así, las empresas disponen
cada vez de menos márgenes para plantear estrategias y políticas autónomas.
Podemos hacernos una idea de la situación con la
ayuda del gráfico adjunto. En él utilizamos dos criterios para clasificar las
actuaciones empresariales, el de voluntariedad y el del impacto en la sociedad
(i.e., carácter más o menos social de las actuaciones realizadas). Si las empresas
fuesen totalmente autónomas, se ubicarían a lo largo del segmento delimitado
por los puntos A (actuaciones totalmente voluntarias que afectan a colectivos
de la propia empresa) y B (actuaciones totalmente voluntarias que benefician a
la sociedad en su conjunto). A su vez, los puntos C y D representan actuaciones
obligatorias, con nulo o pleno impacto social, respectivamente, en el sentido
apuntado.
A tenor de la tesis anteriormente esbozada, tomando
como referencia el punto A, las empresas han emprendido un viaje –sin
posibilidad de retorno- desde el cuadrante III hacia el cuadrante I, viaje que
puede responder a distintos perfiles y ritmos.