El mes de agosto es, en principio, un período propicio para tratar de encontrar algún que otro rato de desconexión mental gracias a alguna buena película de mero entretenimiento, con fuerza suficiente para abrir un paréntesis de abstracción de los problemas cotidianos. Un buen test al respecto puede ser ver en qué medida, en caso de que tenga una presencia significativa, uno es capaz de obviar el componente económico-financiero. Algo que, a la postre, resulta bastante complicado, aunque aquél se sitúe en un plano secundario.
Tras un buen cúmulo de frustraciones, ya en pleno ferragosto, un tanto inesperadamente me topé con “La gran mentira”, película dirigida por Bill Condon, protagonizada por dos auténticos astros de la gran pantalla, Helen Mirren y Ian McKellen, y basada en la novela de Nicholas Searle “The good liar”. No sé si la peculiar traducción al español se deriva del deseo de evitar ponerle género al protagonista de las mentiras, o si responde a otra motivación.
Aun cuando hay detalles cuestionables y puntos débiles en la trama, particularmente aderezada en su vertiente retrospectiva, la cinta se deja ver con una considerable dosis de agrado e interés, más allá incluso de la interpretación de los artistas mencionados -business as usual. No me atrevería a ubicar el largometraje, sobre la marcha, en un percentil concreto atendiendo a su calidad, dentro de su género, pero estoy convencido de que no sería demasiado bajo.
Aquellas personas interesadas en buscar las conexiones económico-financieras en las obras cinematográficas, en la que comentamos, no necesitan desplegar un gran esfuerzo. Al fin y al cabo, el dinero es el hilo conductor que subyace en gran parte del guion. Juega un papel ciertamente importante, por lo que llama la atención la aparente ligereza en el tratamiento de algunas cuestiones básicas. En cualquier caso, se aportan una serie de elementos aprovechables como base para posibles acciones de educación económica, financiera y tributaria.
Entre ellos, la utilización espuria de cuentas en centros off shore con vistas a dificultar el control por la Administración fiscal, la operatoria contractual y telemática de dichas cuentas, el ofrecimiento de rentabilidades inusitadamente elevadas, la no identificación de la cesta de activos, o la constitución de fondos de inversión. La falta de alfabetización financiera, la ignorancia de los riesgos financieros, la ausencia de la más mínima prudencia, y las actuaciones sesgadas de los asesores financieros se acumulan de manera exagerada por necesidades del guion. La planificación financiera y la psicología en la toma de decisiones cobran asimismo un gran relieve en la historia narrada. Todo ello no viene sino a convertirse en un patente aval de la necesidad de la educación financiera para cualquier ciudadano, y de manera especial para quienes están en la tercera edad.
Por lo que respecta a la valoración de la película, circunstancialmente me he encontrado con algunas opiniones entusiastas, que, de manera algo sorpresiva, contrastan con un considerable porcentaje de críticas muy acentuadas que, en algunos casos, llegan a ser demoledoras. Reconozco que estas últimas han desbordado ampliamente mis expectativas. Y, de manera casi inevitable, surge la duda de cómo ese nutrido colectivo de feroces críticos calificaría el grueso de las películas que se sitúan por debajo del percentil 90º de calidad, si es que ésta pudiera definirse de alguna manera objetiva.
Algunos consideran que la cinta, en cuanto a sus méritos, hace honor a su título en castellano, lo que tal vez resulta un tanto exagerado. Quizás lo mejor, al igual que en el plano financiero, sea adoptar la mayor cautela posible, proclamando, de entrada, que no sabemos dónde está la verdad. Y tampoco sabemos si, además de los asesores financieros, como ocurre en la pantalla, los asesores y los expertos en el séptimo arte pueden también verse afectados, positiva o negativamente, por algunos sesgos.