El paradigma de las finanzas sostenibles se extiende, día a día, de manera imparable, como una inmensa marea verde, que afecta de lleno a todo tipo de entidades, financieras o no financieras. Y ello a pesar de que su denominación no sea un prodigio de precisión, ni su ámbito un campo que se preste a una fácil demarcación, como se señalaba en una entrada anterior de este blog (btv, 20-1-2019).
Las finanzas sostenibles tienden a impregnarlo todo, se adentran por todos los recovecos, se cuelan por todos los intersticios, y han pillado por sorpresa a todos los instrumentos de medición y de observación tradicionales. Se han instalado para cambiar la forma de ver y de cuantificar la actividad económica y financiera. Ya todo debe pasar por el triple filtro de los factores ASG (ambientales, sociales y de gobernanza).
Pero, en cierto modo, se ven lastradas en su despliegue por esa tendencia tan polarizadora y nociva que aqueja a la sociedades contemporáneas, en esta era del pensamiento binario (btv, 6-4-2018): “verde” frente a “marrón”. Sin embargo, la realidad es bastante más compleja, y no siempre es posible, ni deseable, limitarse a la utilización exclusiva de etiquetas excluyentes.
El objetivo del desarrollo económico sostenible e integrador requiere atender no sólo a los factores medioambientales, sino también a los sociales y a los ligados a la gobernanza. No obstante, es ya manifiesto el riesgo de que esta última perspectiva se circunscriba al mundo empresarial y se olvide de otras estructuras de gobernanza mucho más relevantes, como las concernientes a las grandes corporaciones tecnológicas, a las redes sociales, a las organizaciones supranacionales, y a los Estados. La frondosidad de los verdes bosques no deja ver bien las dimensiones del verdadero hábitat ni los hilos marrones que mueven el ciclo de las estaciones y la rueda de los fenómenos meteorológicos.
Ante un panorama de cambio climático y de daños irreparables al medioambiente es incuestionable el énfasis en los programas para su reparación. Los riesgos son extremos, y es lógico y necesario que las decisiones del sistema financiero en su conjunto, que canaliza recursos a la economía real, tome en consideración la perspectiva medioambiental. La calificación en la gradación de colores es crucial a la hora de asignar recursos, pero esa orientación no debería obviar otras facetas básicas. Algo más que un fantasma recurre el mundo, el declive de los regímenes democráticos efectivos, unido al afianzamiento de prácticas dictatoriales, tiránicas y caudillistas. Y, mientras que hay un marco para abordar los retos medioambientales, no sólo no lo hay para frenar ese proceso ni, lo que es peor, existe la conciencia del alcance ni de la magnitud de los riesgos existentes.
Sin ir más lejos, el sello verde puede eclipsar otras dimensiones primarias. Bien es cierto que podría argüirse que el tercer pilar de la tríada ASG, el relativo a la gobernanza, se supone que debe ser también comprehensivo de la esfera estatal y de cualquier instancia de poder real, pero en modo alguno cabe darlo por supuesto. Con el entierro del “fin de la historia” avanzado por Fukuyama ha quedado también sepultada la idea de que las experiencias dictatoriales o autoritarias no eran sino una etapa, más o menos larga, que habrían de dejar paso a la libre expresión de la voluntad de los ciudadanos.
Lo describe con claridad Marcos Buscaglia: “Los bonos verdes, diseñados para financiar proyectos con efectos medioambientales o climáticos positivos, son una respuesta de los mercados financieros a una amenaza existencial que afronta el género humano. Pero los seres humanos afrontan actualmente otra amenaza, a la que los mercados financieros parecen ajenos: el socavamiento de la democracia y de los derechos humanos en todo el mundo”.
En esta línea, propone crear los “bonos democráticos” e índices de democracia para desafiar dicha amenaza. Y nos advierte de que “la democracia no muere ya de la forma acostumbrada, a través de golpes militares”, sino como señalan Steven Levitksy y Daniel Ziblatt en su obra “Cómo mueren las democracias” (btv, 5-4-2020): “Existe otra manera de hacer quebrar una democracia, un modo menos dramático pero igual de destructivo. Las democracias pueden fracasar a manos no ya de generales, sino de líderes electos, de presidentes o primeros ministros que subvierten el proceso mismo que los condujo al poder… más a menudo, las democracias se erosionan lentamente, en pasos apenas apreciables”.
En su artículo, M. Buscaglia cuantifica la deuda internacional viva correspondiente a bonos soberanos emitidos por “países en desarrollo”, de los cuales dos tercios son considerados, según los informes de Freedom House, “países no libres” y “países parcialmente libres”. Por otro lado, señala que “algunos de los mayores emisores son países cuyas credenciales se han deteriorado rápidamente en los últimos años [si es que algunos las han llegado a tener en algún momento, habría que añadir], tales como China, Rusia, Turquía y Polonia. Venezuela ha impagado en torno a 70.000 millones de dólares de bonos soberanos y cuasisoberanos, una suma de deuda que se expandía rápidamente incluso cuando los gobiernos de Chávez y Maduro estaban destruyendo lo que sólo unos pocos años antes era una de las más sólidas democracias de América Latina”.
Sobre la base de esa apreciación, no duda en proponer convertir en cuarteto el trío de los factores de la sostenibilidad: “Democracy is under threat, we must add a D to ESG” (Financial Times, 10-2-2020). De ASG a DASG, o, tal vez, ASGD: “Asegurar Siempre Gobiernos Democráticos”. Debería ser la premisa básica en la condicionalidad de cualquier ayuda internacional, algo esencial que, desafortunadamente, no está garantizado ni siquiera en Europa. Los desastres que nos amenazan en esta época no son sólo fruto de la furia desatada de la naturaleza.