Durante
las peores jornadas de la pandemia de la Covid-19, la pérdida de vidas humanas
llegó a convertirse en un elemento ineludible de lo cotidiano. Detrás de cada
uno de los fatídicos registros estadísticos subyace el dolor, la tragedia y el
desconsuelo, que ya nada, ni nadie, podrá paliar. Una situación tan dramática,
tan excepcional y de tan nefastas consecuencias altera radicalmente puntos de
vista que se suponían sólidos y cambia radicalmente las prioridades. En
diversos artículos anteriores (“Economía básica de la pandemia”, 29-3-2020; y “El
valor de la vida en tiempo de pandemia”, 8-5-2020) he expresado mis propias
percepciones.
Tras
describir -muy sucintamente- la concatenación de crisis económicas que podrían
derivarse del escenario pandémico, algún que otro lector me insinuaba que podía
haber pecado de catastrofista en esa descripción, y de ingenuo al reclamar una
actuación decidida a escala europea. A ambas cuestiones espero poder retornar
próximamente.
De
otro lado, no ha faltado quien, cordialmente, me atribuía alguna posible
ascendencia galaica al mantener una supuesta ambigüedad entre las aparentemente
opciones contrapuestas de salvar vidas y de preservar el pulso de la actividad
económica. Sin ánimo de abogar en mi descargo, me permití señalar que el
cumplimiento de los límites de la extensión establecida para los artículos
-originariamente publicados, en los casos referidos, en un diario impreso-
impide en bastantes ocasiones poder entrar en detalles, mientras que, en otras,
lo que se persigue justamente es plantear cuestiones abiertas a debate, con la
voluntad expresa de no mostrar un posicionamiento concreto.
En
cualquier caso, creía haber dejado bastante claro que, ante situaciones
extremas, al menos a corto plazo, la salvación de vidas humanas, sea como sea,
ha de ser la prioridad absoluta. Y esa habilitación mental, condicionada por la
inexistencia de posibilidades de elección efectivas, va a la par de la
constatación de haber llegado a esa tesitura ante un colosal y estrepitoso
fracaso de gobernanza a escala global, acentuado o corregido parcialmente
merced a las líneas de actuación adoptadas en los diferentes países.
El
análisis específico del caso español requiere sin duda de una consideración
especial, desprovista de sesgos ideológicos y de verdades apriorísticas (Est-ce possible?). Según los resultados
del (programa) PISA de la OCDE, numerosos estudiantes tienen dificultades para
diferenciar entre hechos y opiniones, competencia ésta, desde luego,
fundamental, para poder emitir algún juicio sobre lo acontecido. Pues, en fin,
ya sabemos que hay expertos en convertir sus opiniones en hechos, y éstos, en
opiniones (desacreditadas, por supuesto) de los demás. El escrutinio de lo
acontecido en España durante la etapa tan terrible que vivimos desde hace ya
algunos meses tiene implicaciones que van mucho más allá de la evaluación de
una crisis sanitaria. Afecta a nuestra visión del mundo, de la sociedad y de la
política. Y no es descartable que la valoración que resulte dominante pueda
condicionar el modelo económico y social imperante en los próximos años.
Dejando,
de momento, aparcadas tales disquisiciones, este post se centra en un estudio
reciente del Fondo Monetario Internacional (FMI) (P. Deb, D. Furceri, J. D.
Ostry, y N. Tawk, “How the Great Lockdown saved lives”, IMF Blog, 2-6-2020),
que pretende dar una respuesta a la pregunta planteada en el título. Aun cuando
no faltan analistas escépticos o incluso críticos con la adopción de medidas
tan radicales (y medievales) como la del confinamiento, los economistas del FMI,
a partir de un análisis econométrico, concluyen que “las medidas de contención,
al reducir la movilidad, han sido muy efectivas en aplanar la ‘curva
pandémica’”.
Y no
se quedan ahí. Señalan que “las stringent medidas de contención puestas
en práctica en Nueva Zelanda -restricciones en aglomeraciones y eventos
públicos implementadas cuando los casos estaban en un solo dígito, seguidas de
cierres de colegios y centros de trabajo así como de la obligación de
permanecer en el domicilio, sólo unos pocos días después- es probable que hayan
reducido el número de fallecimientos en más de un 90% en relación con la referencia
en caso de no haber adoptado medidas de contención. En otras palabras, los
resultados sugieren que, en un país como Nueva Zelanda, el número de muertes
confirmadas por Covid-19 habría sido al menos diez veces mayor que en ausencia
de stringent medidas de contención”.
¿Cómo
deberíamos traducir la palabra “stringent”? [¿estrictas, severas,
rigurosas, contundentes, drásticas...?] ¿Y, en una escala de “stringency”
de 0 a 1, conjugando la naturaleza e intensidad de las medidas aplicadas, y el
elemento temporal en una triple dimensión (antes, durante y despues), dónde
deberíamos situar a España?
Por
cierto, me ha venido a la memoria el recuerdo de mi añorado amigo y colega AGP.
La última noticia que recibí de él, hace ya años, fue precisamente desde Nueva
Zelanda. Allí optó por retirarse, creo recordar que en la ciudad de Greymouth, tras
quedar completamente abatido, cuando alguien muy influyente, a quien
denominaban “el [idolatrado] maestro”, vetó, por supuesta falta de calidad e
interés, la publicación, en una importante editorial, de una obra a la que
había dedicado años. Un tanto ingenuamente, junto a otros firmantes, yo había
recomendado dicha publicación, sin haber ponderado la -por otro lado, esperable-
influencia del veredicto magistral. Al no poder contactar con él, no he tenido
la oportunidad de transmitirle que, en el curso de estos años, contra todo
pronóstico, he encontrado a un escritor -creo que la única persona- que proclamaba
no rendirse ante la apabullante figura del “maestro”, cuya sombra es más que
alargada.