Aparte de un daño
inconmensurable, la pandemia del Covid-19 deja tras de sí un rastro de
dolorosas lecciones. La atribución de un valor a la vida humana era, hasta
ahora, una especie de ejercicio teórico. De la mano de Thomas Shelling, laureado
con el Premio Nobel de Economía (¡a la edad de 84 años!), y de otros
académicos, se ha venido distinguiendo, con relativa comodidad mental, entre
una vida estadística y una vida individual. La primera se refiere a una persona
abstracta, cuya identidad no se conoce de antemano; la segunda, a una persona
concreta. Mientras que la primera es perfectamente abordable en términos
probabilísticos, con la segunda nos topamos con nuestros sentimientos
personales.
“¿Es la muerte tan espantosa que
en las discusiones en Economía debamos siempre suponer que es otra persona la
que muere?”. No es lo mismo hablar asépticamente del valor de reducir el riesgo
de que una de cada 10.000 personas fallezca que aplicarlo al caso de un ser
querido o de nosotros mismos.
Por una extraña mezcla de ingredientes,
en no pocos países, quienes hablaban desde el púlpito del poder ni siquiera
habían inducido a la población a pensar en términos de vida estadística ante la
extensión del maldito virus. Ésta era, más bien, algo con probabilidad aparente
de ocurrencia cuasi-remota. Inicialmente su impacto potencial se circunscribía a
personas que ya habían superado holgadamente el umbral de la esperanza de vida
y que se veían aquejadas de múltiples y graves patologías. De forma tardía, la
probabilidad de acaecimiento de la infección y del alcance de sus consecuencias
fue entrando en un terreno estadístico cada vez más tenebroso, hasta llegar a la
percepción más cercana. La pregunta de Shelling ha quedado contestada de forma
trágica, y los médicos se han visto en la tesitura de tener que aplicar el
cruel triaje.
Ante la crisis desatada, los
economistas se han visto envueltos en controversias acerca de los distintos cursos
de acción. “Ámennos u odiennos, pensar acerca de inconfortables ‘trade-offs’ es
lo que hacemos los economistas”, señala Tim Harford. La confrontación entre el
confinamiento para evitar contagios y el parón conexo de la actividad económica
es uno de los principales dilemas.
A este respecto, Harford
considera que hay tres puntos que deberían ser obvios: i) necesitamos tener una
estrategia de salida de la situación de confinamiento; ii) los costes de dicha
situación deben contraponerse con los costes de las políticas alternativas, no
con los de una referencia idónea de un mundo sin virus; y iii) el valor de una
vida humana no está abierto a discusión.
En mi opinión, resulta
ciertamente difícil disentir de las tres proposiciones. La última es una verdad
como un templo, pero, en la práctica, las sociedades modulan, dentro de unos
límites, los gastos que realizan para reducir el riesgo de muerte. Y, aun
cuando nos repugne ponerle un precio a una vida humana, con vistas a medir la
incidencia de algunos proyectos públicos se utiliza una cifra económica para
cuantificar el valor de las vidas salvadas. La cifra unitaria de 10 millones de
dólares es usada por agencias gubernamentales estadounidenses. Otros análisis utilizan
un importe de 4,7 millones de euros. Con este baremo, si el alejamiento social permitiese
salvar, por ejemplo, 200.000 vidas, obtendríamos un “beneficio” equivalente a
un 75% del PIB de España.
Como contrapartida, nos
encontraríamos con una serie de elevados costes derivados del freno de la
actividad económica. Ineludiblemente, hay que estar dispuestos a incurrir en
algún sacrificio económico. Sin duda, nuestra opinión se verá bastante
condicionada en función de si nos situamos en el plano de las vidas
estadísticas o en el de las vidas individuales. Como nos recuerda The
Economist, un gobierno que tratara de privilegiar la salud de su economía
frente a la de su ciudadanía puede acabar, con alta probabilidad, sin ninguna
de las dos. Y algo parecido puede suceder si se invierte sin más la prioridad,
prolongándose sine die. Ardua
elección donde las haya, y que requiere de la búsqueda de un punto de
equilibrio coherente.
(Artículo publicado en el diario “Sur”,
con fecha 8 de mayo de 2020)