En los últimos años se ha venido extendiendo la promoción de debates entre estudiantes de bachillerato. A través de la organización de certámenes de distintos grado y alcance, muchos son los alumnos que, como integrantes de equipos, se instruyen en esa faceta tan importante para el desenvolvimiento tanto en la esfera profesional como en la personal. Hay diferentes competiciones, locales, regionales, nacionales e internacionales. La mayoría de los participantes, después de haber acumulado una mínima experiencia en contiendas dialécticas reales, suelen exhibir una gran desenvoltura, un enorme desparpajo, y toda una suerte de habilidades escénicas. Una vez que se adentran en un tema, por muy espinoso que sea, les da igual actuar como defensores o como detractores. Y, lo que es más importante, se desinhiben y pierden por completo el miedo al ridículo, un lastre que puede ser tan atenazante y corrosivo.
En mi época, lejana época, como estudiante de enseñanza secundaria, no se conocían, o al menos no se experimentaban, técnicas tan modernas y avanzadas, a pesar de encontrar sus raíces en el mundo clásico. Sí teníamos, en cambio, la competición promovida por el programa televisivo “Cesta y puntos”. Con un planteamiento bastante más modesto, tenía una gran virtud: se centraba prácticamente en una única competencia. No hacía falta saber jugar al baloncesto, pese a la imagen preeminente y repetida de la típica canasta; tampoco se requerían muchas dotes interpretativas, todo lo más ser capaz de ejercer una portavocía.
El elemento fundamental era el conocimiento, es verdad que un mero conocimiento “epidérmico”, sin necesidad de acreditar argumentos ni explicaciones. No había que evidenciar dotes escénicas, ni capacidad de persuasión, ni versatilidad argumental. Se sabía o no la respuesta correcta; esa era la única, objetiva e inapelable vara de medir. Se trataba, en fin, de un instrumento bastante rudimentario, simple e incompleto, pero no había trampa ni cartón. El concurso era unidimensional, con la consiguiente ventaja de la sencillez de la evaluación.
En contraposición, los modernos (antiguos) debates son multidimensionales, rasgo este que conlleva el coste asociado de la dificultad de llevar a cabo una evaluación marcada por la objetividad y la nitidez. ¿Cómo juzgar, cómo valorar, cómo ponderar cada una de las competencias de los participantes, las cuales se mezclan en sus actuaciones? El ejercicio resulta más fácil cuando se trata de debatir en torno a una cuestión abierta y completamente opinable (vgr., elegir la montaña o la playa para las vacaciones), pero se torna bastante más arduo cuando la contienda se centra en una cuestión sujeta a cánones científicos (vgr., cómo impacta la aplicación de aranceles a la importación).
Una duda se abre hueco casi ineludiblemente. Asistimos a los turnos de intervenciones de dos equipos contendientes. Uno de ellos hace gala de unas extraordinarias dotes interpretativas y oratorias, pero hace aguas en el plano del conocimiento; en el otro se da justamente la situación contraria. ¿Cuál de los dos equipos debería proclamarse vencedor?