10 de julio de 2019

Información, desinformación y posverdad

Las nuevas tecnologías han alterado profundamente los cauces de la demanda y de la oferta de información. Hoy vivimos una situación en la que prevalece la inmediatez, la multiplicidad de fuentes, en la que las redes sociales tienen una enorme influencia, y en la que hay una tendencia a aceptar informaciones no contrastadas.

Estamos inmersos en un entorno en el que hay una superabundancia de información, que ya no es un bien escaso, pero sí lo es la información fidedigna y de calidad.

En este contexto, es fundamental tomar conciencia de que la forma de transmitir la información afecta a las ideas y a la ideología de las personas. A este respecto, Steven Pinker sostiene que una de las causas que contribuye a alimentar las visiones pesimistas sobre la sociedad es la naturaleza de las informaciones que se difunden. Las noticias conciernen a las cosas que ocurren, no a las que no ocurren. Se crea así una distorsión debido a la denominada disponibilidad heurística: la gente estima la probabilidad de un evento o la frecuencia de una clase de cosas por la facilidad con la que los ejemplos vienen a la mente.

El remedio para el sesgo de disponibilidad radica en el pensamiento cuantitativo, en el manejo de indicadores adecuados. La verificación de la calidad de los datos y su adecuado tratamiento e interpretación tienen una importancia crucial. Trazando un paralelismo con las entidades financieras, donde desde hace algunos años se ha introducido una nueva función, la de calidad del dato, algo parecido se impone en el ámbito periodístico.

En cualquier caso, la prensa libre ha sido siempre uno de los pilares imprescindibles de la democracia. Hace años, el filósofo francés Jean-François Revel recordaba que “La democracia no puede vivir sin una cierta dosis de verdad… La información en la democracia es tan libre, tan sagrada, por haberse hecho cargo de la función de contrarrestar todo lo que oscurece el juicio de los ciudadanos, últimos decisores y jueces del interés general. Pero, ¿qué sucede si es la información la que se la ingenia para oscurecer el juicio de los jueces?”

Lo anterior cobra especial relieve hoy día, cuando estamos instalados en la era de la posverdad, término que verdaderamente no resulta demasiado clarificador en cuanto a su significado. La voz empezó a ser un tanto sospechosa de esa deficiencia cuando, en un primer momento, tuvimos que acudir a Oxford Dictionaries para enterarnos de que se trataba de un término “relacionado con o indicativo de circunstancias en las que los hechos objetivos son menos influyentes en conformar la opinión pública que las apelaciones a la emoción y a la creencia personal”.

A tenor de la imparable extensión del uso de ese vocablo, no es de extrañar que sin mucha demora haya sido acogido por el Diccionario de la Real Academia Española, que lo define como sigue: “Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales”.

Con bastantes más trienios de antigüedad en tan autorizado inventario podemos encontrar la palabra “Desinformación”, asociada al verbo “Desinformar”, entendido como “Dar información intencionadamente manipulada al servicio de ciertos fines”.

¿Podría asumir, entonces, el papel de la “posverdad”, cuya base es una mera manipulación preconcebida de la información? ¿Deberíamos denominar el fenómeno que se pretende describir simplemente como “prefalsedad”?



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