Para las personas de mi
generación, que fuimos niños en la década de los años sesenta, la llegada de
turistas a España, en general, y a la Costa del Sol, en particular, está llena
de una carga simbólica y emotiva. La paulatina conversión de la que, hasta no
hacía mucho, era una economía autárquica, en una potencia turística, marcó un
hito en la senda de la modernización socioeconómica, creó riqueza y generó
oportunidades de empleo. Para los malagueños, era un motivo de orgullo que
turistas de países europeos, que antes habían acogido a nuestros emigrantes,
eligiesen nuestra provincia como destino vacacional o residencial.
Muy lejos quedan aquellas
imágenes de agasajo al “turista un millón”. Con cerca de 83 millones de
visitantes en 2018, España está consolidada como el tercer destino turístico
mundial. El turismo tiene una aportación directa al PIB del 11% y de más del
13% al empleo total en España. En la provincia de Málaga, considerando sus
efectos indirectos, representa en torno a una cuarta parte del PIB.
Con la transformación del turismo
de “bien escaso” en “fenómeno de masas”, han cambiado también las percepciones
y las actitudes, especialmente en localidades que atraen a enormes flujos de
visitantes. En algunos casos, las restricciones y, más genéricamente, los
impuestos y otros gravámenes de diversa naturaleza tiñen de color sepia las
fotografías de antaño que exaltaban su visita.
A pesar de las connotaciones
emotivas que emanan de la memoria, que nos hacen ser reticentes a erigir barreras
tributarias a quienes desean compartir los encantos de nuestra tierra, el
turismo se ha adentrado de lleno en el terreno de la política impositiva. La
teoría económica nos permite acotar una serie de supuestos en los que puede
estar justificado el establecimiento de impuestos sobre el turismo: i) lograr
una contribución por parte de personas que se benefician de infraestructuras y
servicios públicos; ii) obtener ingresos con los que financiar la dotación de
servicios y hacer frente a sus costes de mantenimiento; iii) establecer un
gravamen que refleje los efectos ocasionados al medio ambiente, los cuales no
se recogen en los precios del mercado; iv) modular la demanda en zonas
congestionadas.
La actividad turística presenta
algunos rasgos especiales: a) se trata en realidad de una actividad
exportadora, aun cuando la prestación efectiva de los servicios tenga lugar en
territorio nacional; b) el turismo tiene una gran capacidad de arrastre sobre
otros sectores económicos (transporte, hostelería, restauración, sector
inmobiliario, servicios financieros, servicios auxiliares, oferta cultural…);
c) la oferta turística, especialmente la de algunos segmentos, ha de competir
con la existente en otras ubicaciones nacionales o foráneas; d) el receptor de
los servicios, el turista, además de los costes monetarios, tiene que incurrir
en unos desplazamientos y dedicar su tiempo durante el período de recepción de
los servicios.
La Organización Mundial de
Turismo (OMT) señalaba hace años cómo la naturaleza del sector turístico lo
convierte en un objetivo para la recaudación impositiva, no sólo porque los
impuestos al turismo son fáciles de administrar, sino también porque los
turistas internacionales raramente son votantes en el país que visitan.
Aun cuando más allá de ciertos
límites, la actividad turística conlleva costes medioambientales que justifican
la aplicación de tributos o, llegado el caso, de restricciones regulatorias,
también genera una serie de beneficios no captados en los precios del mercado
que respaldarían algunos incentivos económicos.
En un informe del año 2014, la
OCDE destacaba que, desde la perspectiva de la política de turismo, la cuestión
básica que se suscita es qué impacto tienen los gravámenes al turismo sobre la
competitividad, la atracción y la sostenibilidad de los destinos. Y concluía
que “hay una visión general de que los impuestos múltiples, generales y
relacionados con el turismo, son impedimentos para los negocios turísticos y
pueden afectar negativamente a la competitividad internacional”.
El efecto de un impuesto sobre el
turismo va a depender crucialmente de la medida en que las cargas
correspondientes se trasladen a los precios finales, y de la respuesta de la
demanda de servicios turísticos a los cambios en los precios. La mayoría de los
estudios ponen de relieve que la elasticidad de la demanda es elevada,
particularmente para los destinos que tienen claros sustitutivos, como es el
turismo de playa.
En el año 1998, la OMT identificó
un total de 45 tipos diferentes de exacciones ligadas al sector turístico.
Ahora bien, a tenor de los argumentos antes expresados, la mayoría de los
países de la Unión Europea aplican tipos reducidos en el IVA para los servicios
relacionados con el turismo. No obstante, recientemente la opción de un
impuesto sobre las estancias hoteleras se está abriendo paso en algunas
regiones (en España, en Cataluña y Baleares) o municipios (Edimburgo), opción
que cuenta con antecedentes como es el caso de París, ya en el año 1910.
Si bien no pueden impartirse unas
recetas universales, ya que las pautas dependerán de las circunstancias y
singularidades de cada caso, en un informe de la Comisión Europea del año 2017
se concluye que ”Globalmente, nuestro análisis sugiere un fuerte caso económico
para que los países que compiten fuertemente por el turismo apliquen impuestos
reducidos al sector, aumentando su competitividad y permitiéndoles captar más
turistas… Hay argumentos para aplicar impuestos al sector turístico,
notablemente el uso de impuestos para corregir los impactos negativos del
turismo que de otra manera no serían facturados en el coste afrontado por el
turista. Sin embargo, el sector es particularmente sensible al precio (y la
evidencia sugeriría que cada vez lo es más), por lo que es importante que el
régimen fiscal no dañe su competitividad. Consiguientemente, hay un argumento
para mantener los impuestos sobre el sector en niveles reducidos”.
Como en tantos otros ámbitos, nos
encontramos así ante un posible conflicto de objetivos. Dada la trascendencia
de las decisiones a adoptar, resulta clave buscar soluciones racionales y
equilibradas. Y, en cualquier caso, aunque, como señalaba la OMT, los turistas
no son votantes en los comicios nacionales, suelen tener bastante habilidad
para “votar con los pies”, ya sea por tierra, mar o aire.
(Artículo publicado en el diario
“Sur”)