15 de enero de 2019

El sentido de la vida: ¿debe haber alguna norma sobre las aspiraciones vitales?

Si, a estas alturas, alguien me preguntara cuál había sido mi aspiración máxima en la vida, sin duda me pondría en un aprieto. Al cabo de los años, las expectativas, las prioridades, las ilusiones, las preferencias van alterando sus perfiles; lo que eran certezas se transforman en pompas de jabón, las creencias, en puras vaguedades que estrechan sobremanera el abanico de opciones reales. A menudo, nuestras propias vivencias nos llevan por unos detorreros a marchas forzadas, sin apenas margen para pararnos a pensar hacia dónde vamos o queremos ir, sin poder detenernos a calibrar cuál es el rumbo que más nos convendría, si en realidad tuviéramos la capacidad para emprenderlo.

Aunque el paso del tiempo ha ido enterrando lo que en su día fueron pretensiones más o menos vanas, o factores de autoestímulo, o meras ensoñaciones, en interminables capas de sedimento, hay algunas que todavía siguen haciéndonos llegar su señal, a pesar de llevar tantos años apagada. El sueño de llegar a ser guardameta del por aquel entonces, a mediados de los años sesenta, Club Deportivo Málaga es una de ellas. Así lo relataba, junto con otros recuerdos difusos, en un artículo que escribí para el periódico digital editado por Paco Rengel, cuyos contenidos se fueron con él.

Hace unos días, una persona allegada me contaba que sus dos hijos, cuya edad actual es similar a la que yo tenía cuando proclamaba aquella utópica aspiración, hace más de cincuenta años, aún en modo “monodigital”, al ser preguntados por su pretensiones para la edad adulta se decantaban con nitidez por la acumulación de sustanciales riquezas materiales.

También una cierta dosis de sorpresa me ha producido la reacción de algunos estudiantes, en la primera clase del nuevo año, ante un ejercicio en el que se planteaba el análisis, desde el punto de vista de los principios de la imposición, de una hipotética reforma fiscal consistente en el establecimiento de un tipo de gravamen del 75% como tipo máximo del IRPF, aplicable a partir de un umbral de 1 millón de euros. Según el sentir de tales estudiantes, dicha carga sería excesivamente elevada y totalmente injustificada. Su razonamiento les llevaba a cuestionar el derecho del Estado a detraer tan significativa proporción de ingresos logrados con el esfuerzo personal. Tal y como les comenté, dicha propuesta no estaba muy alejada de la propugnada hace no mucho en un país vecino de España. Además de ilustrar algunas experiencias históricas en determinados países, entre ellas la aludida en la canción de “Taxman” de Los Beatles, también recordé que, en España, diversos políticos y economistas abogan por tipos de este tenor, o incluso superiores. La noción de la posible confiscatoriedad planea siempre en debates de esta naturaleza.

No obstante lo señalado, el asombro adquiere mayores proporciones cuando nos hacemos eco del episodio narrado por Lucy Kellaway en el artículo comentado hace poco en este blog (Financial Times, 28-12-2018). En él relata cómo, no hace mucho, mostró a sus alumnos londinenses de enseñanza secundaria el siguiente titular: “La fundadora de Bet365 [Denise Coates] se paga a sí misma unos ‘obscenos’ 265 millones de libras”. Mientras que para la articulista dicha situación está relacionada con la codicia y un sistema roto, para sus alumnos se equiparaba a una historia de éxito. A renglón seguido pidió a los asistentes a clase que alzaran la mano si consideraban que hay un límite sobre lo que es apropiado que gane un primer ejecutivo: “Treinta y dos brazos permanecieron completamente quietos”.

Aunque no sean más que meras anécdotas por su falta de representatividad real, no dejan de ser llamativas las motivaciones que pueden subyacer en los comportamientos mencionados. Ahora bien, con independencia del juicio que a cada uno le merezca esta clase de posicionamientos y de los indicios que puedan ofrecer sobre el sentido de la vida, hay algún aspecto positivo que podemos encontrar en las manifestaciones expresadas. En cierto modo están efectuadas bajo una especie de “velo de la ignorancia”. Los niños y jóvenes en cuestión no saben qué futuro económico les espera, por lo que quizás se cubren ante la eventualidad de que alcancen una posición privilegiada, de la que les gustaría disfrutar sin la intervención previa del Fisco. No sabemos si por una vía que no fuera la coactiva de los tributos estarían dispuestos a ceder parte de sus recursos en beneficio de causas nobles. Dicho lo cual, también es evidente que otras personas que ya conocen cuál ha sido su sino económico pueden carecer de incentivos para ser reticentes a procesos de redistribución de la renta y la riqueza por parte del poder tributario.

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