Tener un encuentro, aunque solo sea de vez en cuando, con los grandes filósofos, es una de las actividades más reconfortantes y reparadoras del estado del alma. Puede ser un buen refugio en un mundo en el que no somos capaces de encontrar una explicación convincente a tantos acontecimientos que se suceden en una espiral sin tregua. Ante el inconmensurable legado recibido, el valor del tiempo se acrecienta, a medida que se escabulle entre los dedos.
En un día tan señalado en la tradición popular como el de hoy, en el que muchas personas depositan sus esperanzas, cifradas en recursos materiales, para cambiar el curso de su existencia, un día en el que la mayoría de ellas quedarán defraudadas por un azar esquivo, surge también la oportunidad de reflexionar acerca de las cosas verdaderamente importantes en la vida.
Al parecer decía Aristóteles, según se recoge en el Protréptico, que “se debe evitar la desgracia que vemos en esos hombres [que tienen un gran amor por los bienes externos] y pensar que la felicidad no depende tanto de poseer muchos bienes como del estado en que se encuentra el alma… ocurre a quienes no tienen ninguna valía que, cuando alcanzan a poseer una fortuna, consideran sus posesiones incluso más valiosas que los bienes del alma, y eso es lo más infame de todo… se ha de considerar miserables… a quienes les resulta más valiosa su hacienda que su propia naturaleza”.