16 de diciembre de 2018

Las pretensiones de la escritura: entre maldiciones y bendiciones

A raíz de la última entrada publicada en este blog, dedicada, aunque muy superficialmente, a la obra “La muerte del comendador” de Haruki Murakami, he recibido un correo electrónico con un breve comentario. El remitente señala que se trata de “un post extraordinariamente técnico y complejo, que he tenido que leer un par de veces en busca de significados ocultos... el que no haya leído la obra en cuestión, u otra del autor, se quedará a dos velas”. Si ésta es la percepción de alguien avezado en la obra del escritor japonés, como lo es dicho remitente, según él mismo me informaba, no es difícil pronosticar el efecto en alguien en quien no concurra tal circunstancia.

En mi respuesta al correo, le señalaba que ese tipo de “efecto” es, obviamente, el más fácil de conseguir, ya que no se requiere de grandes cualidades ni de demasiado esfuerzo. Era en cierto modo la pretensión del “post”, generar una confusión, como réplica, a pequeña o infinitesimal escala, de la que inevitablemente se desprende de algunos pasajes de la novela de Murakami. El grado de eficacia de un texto, cuando el objetivo premeditado es “dejar a dos velas”, suele ser bastante alto, y precisamente por su facilidad de logro no cabe atribuirle mucho mérito. Tampoco necesariamente un gran demérito. En estos casos, no se puede etiquetar “a priori” de manera genérica. Y no ha de ser preocupante, por tanto, sumir a alguien en las tinieblas, aunque sea comprensible el rechazo que pueda provocar en quien ha dedicado parte de su tiempo a una tarea improductiva y no pocas veces irritante.

El verdadero problema, desde la perspectiva del “oferente” estriba, más bien, en lo que podría denominarse la “maldición del pedagogo”. Quien tiene una vocación de pedagogo, de compartir y extender el conocimiento, trata por todos los medios de explicar, de la manera más sencilla, intuitiva o ilustrativa posible, una cuestión de cierta complejidad. De forma oral o escrita, aquél procura ejercitar sus mejores dotes didácticas para allanar el camino del aprendizaje o facilitar la asimilación de la información. La mayor de las recompensas para quien emprende esas tareas es, sin duda, recibir un testimonio confirmatorio de la utilidad de su enfoque, de su tratamiento, en definitiva, de la bondad de la exposición efectuada o de las explicaciones dadas. El mayor castigo, recoger evidencias directas de los destinatarios de las acciones formativas o divulgativas en sentido descalificatorio, o bien percibir que llegan a conclusiones antagónicas a las pretendidas por la acción pedagógica. Igualmente lo es constatar, por la vía de pruebas objetivas de asimilación de conocimientos, que el esfuerzo didáctico ha sido en balde. Son todas ellas experiencias bastante dolorosas, con aguijones alineados a lo largo de una escala de impacto.

En fin, son variados los riesgos y gajes asociados a ese oficio abnegado, pero el repaso quedaría incompleto si no mencionáramos otras contingencias bastante curiosas. Así, no es infrecuente quedarse estupefacto cuando, tras una presentación que consideramos ininteligible, alguno de los asistentes felicita al ponente por su claridad expositiva. Otra, de más calado, se da cuando el comunicador, bien consciente o inconscientemente, transmite unos contenidos carentes de coherencia o fundamentación y, a pesar de ello, logra una persuasión completa, e incluso pasa los filtros de evaluaciones, formales o informales, supuestamente expertas.

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