13 de diciembre de 2018

“La muerte del comendador” de Murakami: la vigilia del lector

Reconoce Haruki Murakami que, para él, “escribir novelas es un reto, escribir cuentos es un placer. Si escribir novelas es como plantar un bosque, entonces escribir cuentos se parece más a plantar un jardín… El follaje verde de los árboles proyecta una sombra agradable sobre la tierra, y el viento hace crujir las hojas, que a veces están teñidas de oro brillante”.

Admitamos la metáfora, pero si la hiciéramos extensiva al universo literario, nuestro planeta sería una foresta continua. Habría, desde luego, innumerables espacios forestales, pero muchos de ellos, si nos fijáramos bien, serían en realidad meras ensoñaciones erigidas sobre implacables desiertos. Es posible que percibiéramos muchas formas boscosas, pero tendríamos que estar muy atentos para no dejarnos engañar por los espejismos.

Ahora bien, si el hacedor del bosque ha sido el escritor nipón, podemos tener la certeza de que allí encontraremos sombras reparadoras, a cuyo cobijo merece la pena acampar o, al menos, hacer una breve incursión en sus dominios. La semblanza del autor incluida en el blog “Todosonfinanzas” (http://todosonfinanzas.com/sociedad-y-cultura/de-que-habla-murakami-cuando-habla-de-escribir/) ofrece una serie de rasgos singulares de su trayectoria personal que, añadidos a sus atributos literarios, no hacen sino alimentar los alicientes al respecto.

Seguramente las páginas de Internet están plagadas de una interminable colección de reseñas y opiniones acerca de “La muerte del comendador”. No tengo por ahora la intención de comprobarlo, esencialmente para no verme condicionado a la hora de emitir la mía. Esta línea de actuación conlleva sus riesgos, sobre todo ante la posibilidad de omisión o de falta de apreciación de detalles relevantes. Sin embargo, poder disfrutar de la inmensa libertad de expresar una idea propia, sin condicionantes externos, es un bien incomensurable que compensa afrontar riesgos de esa naturaleza, que, además, en este caso, no podrían llegar a perjudicar a nadie.

Eso pensaba cuando escribí las líneas precedentes. Creía tener las ideas claras sobre qué decir; ahora, al retomarlas, al cabo de algún tiempo, me siento confundido, un tanto aturdido, como si hubiera despertado de un sueño y, en realidad, no estoy seguro de haber leído la novela sobre la que me proponía reflejar mis sensaciones. Miro a mi alrededor, mientras cae la tarde, en busca de ese personaje misterioso y evanescente, caprichoso e impredecible, que un buen día creí ver salir de un libro de aventuras juveniles, bajo apariencias corpóreas. Alguna vez, en la madrugada, lo he sorprendido en mi escritorio, dedicado a lo que, según parece, es una de sus aficiones predilectas. No me cabe duda de que es él el eslabón perdido que a su manera nutre este blog de algunas entradas, como aquí mismo especulaba yo hace algunos meses. Esquivo y parco en palabras, como es, espero que surja pronto la oportunidad de confirmarlo.

Su ayuda me sería ahora muy valiosa para no interrumpir abruptamente estas líneas, y eludir la tentación de buscar la inspiración en opiniones ajenas. Otra opción sería recurrir a la lectura del libro, por segunda o primera vez, quién sabe, para tratar de recuperar o encontrar los hilos de la trama, pero las casi quinientas páginas que tengo ante mí no estimulan mucho al respecto, o quizás sí, si otros reclamos pendientes no presionaran tan insistentemente. Tal vez lo más aconsejable sea plantear una nueva tregua por si alguno de los eventos menos exigentes en dedicación acudiera en mi auxilio.

Una vez finalizada aquélla, retorno a esta página, pero no ha llegado el auxilio anhelado, por lo que he podido comprobar. He acudido en busca del viejo ejemplar de aquella novela, de Verne, amarillento y desgastado, de donde pareció surgir aquel personaje, pero compruebo a mi pesar que la tinta se ha difuminado. No logro recordar los detalles de la narración, sólo que trataba de un billete de lotería; tampoco logro perfilar claramente lo que ocurre en la novela de Murakami. Sin embargo, ahora tengo la sensación de haberla leído, y alguna vaga idea me viene a la mente, como una especie de percepción o intuición.

Ignorar los detalles de una historia tiene también, pese a todo, su lado bueno; se evita así la inclinación, consciente o no, de convertirse en un “spoiler”, si bien dicha contingencia habría quedado en tal caso muy mitigada ante la semiclandestinidad de un sitio como el que alberga este texto. La concatenación de circunstancias necesarias para que alguien lo acabara leyendo daría lugar a una probabilidad bastante minúscula.

Además, acabo de darme cuenta de que la novela en cuestión es solo una primera entrega que se completará con otra de aparición inminente. Habrá que esperar a leerla para intentar despejar el conglomerado de incógnitas en el que queda inmerso el lector del primer libro de “La muerte del comendador”. Sí, intrigante y desconcertante son dos calificativos inevitables. Como también lo es el deseo de proseguir el curso de la narración a la búsqueda de las claves que permitan saciar el ansia de explicaciones que la disposición de piezas desplegadas por el escritor japonés provoca en el lector. Escribe aquél con pulcritud, precisión y concisión narrativa, lo que combina con un detallismo descriptivo, a la vez que con un comedimiento expresivo, que no imaginativo. Se recrea con la música y la pintura, y ahonda en la introspección del personaje principal, a la sazón narrador de la historia. Sus cualidades como retratista constituyen el eje en torno al que gira la obra, de idas y venidas, de viajes catárticos, de aislamientos y de soledades, de enigmas del presente y también del pasado.

Tal vez el mejor elogio que pueda hacerse de ella es constatar el impulso que, tras completar su lectura, surge para volver a empezarla a fin de intentar descubrir algunos detalles inadvertidos y, sobre todo, para poder disfrutar de grandes pasajes a la altura de una novela que no deja al lector indiferente, sumiéndolo en una extraña vigilia.

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