10 de diciembre de 2018

¡Viva la revolución… del ACB!


Aunque el viva no figura expresamente en el título, quien lea el libro de Cass R. Sunstein “La revolución del coste-beneficio” no dudará en identificar pronto los vítores que el autor otorga al uso de ese tipo de análisis en el ámbito de la Administración pública. Quizás sí pueda sorprenderle que el calificativo de “revolucionario” se utilice en la esfera pública del país considerado como principal exponente del capitalismo y, bastante más, que el artífice del “proceso revolucionario” fuera el mismísimo Ronald Reagan.

Igualmente la sorpresa de adscribir esa etiqueta innovadora en un libro publicado en 2018 podrían tenerla también los alumnos de la Facultad de Económicas de Málaga a los que, a mediados de los años ochenta, tuve la oportunidad de explicar los fundamentos del análisis coste-beneficio (ACB) como técnica para la evaluación de los proyectos públicos.

Ciertamente, dicha técnica cuenta con décadas de desarrollo teórico y de aplicación práctica, pero eso es una cosa y otra distinta su asimilación y adopción con carácter estructural en la toma de decisiones de las agencias públicas reguladoras. Ésa es la revolución a la que se refiere Sunstein.

Lo primero que habría que señalar es que quien se aproxime con prevención al ACB por el hecho de que el presidente Reagan fuese el gran impulsor del mismo, ha de tener en cuenta que los presidentes posteriores, Clinton, Bush y Obama, prosiguieron su estela, incluso intensificándola. También el ACB se mantiene en la Administración Trump, si bien en ésta la introducción de una nueva medida regulatoria ha de ir acompañada por la retirada de otras dos vigentes.

¿Cómo se explica ese consenso presidencial tan atípico? Cass Sunstein, responsable de la Oficina de Información y Asuntos Regulatorios durante la Administración Obama, lo fundamenta con entusiasmo. Considera que las divisiones de los ciudadanos respecto a los temas de la política pública obedecen fundamentalmente a valores más que a hechos. Pretende combatir una aproximación a las cuestiones de política pública basada en creencias personales, que ve como un gran obstáculo al progreso. En su lugar, defiende que las decisiones se basen en hechos.

“El análisis coste-beneficio refleja un firme (y orgulloso) compromiso con una concepción tecnocrática de la democracia. La ciudadanía es soberana en última instancia, pero, por buenas razones, los tecnócratas son investidos de una considerable autoridad - por la propia ciudadanía… El análisis coste-beneficio insiste en que las cuestiones difíciles relativas a hechos deben ser respondidas por quienes están en una buena posición para responderlas correctamente”. La aplicación de dicho análisis lleva a que los reguladores justifiquen la necesidad de las acciones públicas planteadas, a partir de una evaluación de las consecuencias, en campos como los de protección medioambiental, seguridad vial, política energética, seguridad ocupacional, obesidad, y seguridad alimentaria. Es en este ámbito, el de la regulación, donde dicho enfoque se utiliza primordialmente en Estados Unidos, pero, de hecho, el ACB puede ser aplicable para la evaluación de cualquier proyecto de actuación pública, singularmente en relación con la construcción de infraestructuras.

Según Sunstein, hay dos enfoques para las políticas regulatorias: i) el populista, en el que los cargos públicos simplemente siguen la opinión de los ciudadanos, confiando en sus intuiciones; ii) el tecnócrata, que defiende el curso de acción que sea más adecuado con base en hechos y datos, respaldados por la ciencia, la estadística y la economía, y con una toma en consideración de las repercusiones para el sistema en su conjunto.

El planteamiento básico del ACB es sencillo, al menos en apariencia. Se trata de computar todos los costes y beneficios asociados a la puesta en marcha de un proyecto público, con un importante matiz. No sólo han de incluirse aquellas partidas que se concreten en una suma dineraria, sino también aquellas otras que afecten a las personas aunque no tengan una concreción monetaria explícita. No es, desde luego, una tarea fácil, pero difícilmente podemos hacernos una buena idea del impacto de un proyecto si ignoramos su incidencia en aspectos tan relevantes como el ahorro de vidas humanas, el riesgo de una mayor mortalidad, la disminución de los tiempos de desplazamiento, o los efectos sobre el medio ambiente.

Otro problema a abordar se deriva de que los costes y los beneficios de un proyecto no tienen lugar inmediatamente, sino a lo largo del tiempo. Con objeto de poder compararlos de manera homogénea se hace preciso situarlos en el mismo momento. Para tal fin es preciso recurrir a una tasa de descuento o tipo de interés. Utilizar una tasa muy elevada significa infravalorar lo que sucederá en el futuro, mientras que hacer uso de una tasa muy reducida implica darle un gran peso.

El ACB se concibe como la forma más gestionable de captar los efectos de las políticas públicas sobre el bienestar de los ciudadanos. En caso de que pudiesen cuantificarse directamente las repercusiones sobre el bienestar de manera fiable, decaería la necesidad de recurrir al ACB. Hay intentos prometedores de construcción de indicadores de bienestar, pero el camino es todavía bastante largo.

Identificar y cuantificar costes y beneficios requiere, evidentemente, disponer de mucha información. Aquí radica uno de los grandes retos a los que se enfrenta el ACB. Sunstein se pregunta si éste se ve afectado por el “problema del conocimiento” puesto de manifiesto por Hayek. Dado que el conocimiento está disperso en la sociedad, los planificadores públicos no pueden llegar a captar toda esa información. Sunstein reconoce este problema, pero considera que no debe ser exagerado, si bien propone una serie de estrategias para abordarlo.

En su opinión, el ACB ha hecho que los gobiernos sean mucho mejores que antes: “en términos de ahorro de dinero y de vidas humanas, la revolución del coste-beneficio ha producido mejoras inconmensurables. Ha evitado cosas malas, estimulado cosas buenas, y convertido cosas buenas en cosas mejores”. Se trata de una revolución inacabada. Sin embargo, en muchos otros sitios es una revolución no iniciada y, lo peor, es que ni está ni se le espera.

(Artículo publicado en el diario “Sur”)

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