Aunque el viva no figura
expresamente en el título, quien lea el libro de Cass R. Sunstein “La
revolución del coste-beneficio” no dudará en identificar pronto los vítores que
el autor otorga al uso de ese tipo de análisis en el ámbito de la
Administración pública. Quizás sí pueda sorprenderle que el calificativo de
“revolucionario” se utilice en la esfera pública del país considerado como principal
exponente del capitalismo y, bastante más, que el artífice del “proceso
revolucionario” fuera el mismísimo Ronald Reagan.
Igualmente la sorpresa de adscribir
esa etiqueta innovadora en un libro publicado en 2018 podrían tenerla también
los alumnos de la Facultad de Económicas de Málaga a los que, a mediados de los
años ochenta, tuve la oportunidad de explicar los fundamentos del análisis
coste-beneficio (ACB) como técnica para la evaluación de los proyectos
públicos.
Ciertamente, dicha técnica cuenta con
décadas de desarrollo teórico y de aplicación práctica, pero eso es una cosa y
otra distinta su asimilación y adopción con carácter estructural en la toma de
decisiones de las agencias públicas reguladoras. Ésa es la revolución a la que
se refiere Sunstein.
Lo primero que habría que señalar es
que quien se aproxime con prevención al ACB por el hecho de que el presidente
Reagan fuese el gran impulsor del mismo, ha de tener en cuenta que los
presidentes posteriores, Clinton, Bush y Obama, prosiguieron su estela, incluso
intensificándola. También el ACB se mantiene en la Administración Trump, si
bien en ésta la introducción de una nueva medida regulatoria ha de ir
acompañada por la retirada de otras dos vigentes.
¿Cómo se explica ese consenso
presidencial tan atípico? Cass Sunstein, responsable de la Oficina de
Información y Asuntos Regulatorios durante la Administración Obama, lo
fundamenta con entusiasmo. Considera que las divisiones de los ciudadanos
respecto a los temas de la política pública obedecen fundamentalmente a valores
más que a hechos. Pretende combatir una aproximación a las cuestiones de
política pública basada en creencias personales, que ve como un gran obstáculo
al progreso. En su lugar, defiende que las decisiones se basen en hechos.
“El análisis coste-beneficio refleja
un firme (y orgulloso) compromiso con una concepción tecnocrática de la
democracia. La ciudadanía es soberana en última instancia, pero, por buenas
razones, los tecnócratas son investidos de una considerable autoridad - por la
propia ciudadanía… El análisis coste-beneficio insiste en que las cuestiones
difíciles relativas a hechos deben ser respondidas por quienes están en una
buena posición para responderlas correctamente”. La aplicación de dicho
análisis lleva a que los reguladores justifiquen la necesidad de las acciones
públicas planteadas, a partir de una evaluación de las consecuencias, en campos
como los de protección medioambiental, seguridad vial, política energética,
seguridad ocupacional, obesidad, y seguridad alimentaria. Es en este ámbito, el
de la regulación, donde dicho enfoque se utiliza primordialmente en Estados
Unidos, pero, de hecho, el ACB puede ser aplicable para la evaluación de
cualquier proyecto de actuación pública, singularmente en relación con la construcción
de infraestructuras.
Según Sunstein, hay dos enfoques para
las políticas regulatorias: i) el populista, en el que los cargos públicos simplemente
siguen la opinión de los ciudadanos, confiando en sus intuiciones; ii) el tecnócrata,
que defiende el curso de acción que sea más adecuado con base en hechos y
datos, respaldados por la ciencia, la estadística y la economía, y con una toma
en consideración de las repercusiones para el sistema en su conjunto.
El planteamiento básico del ACB es
sencillo, al menos en apariencia. Se trata de computar todos los costes y
beneficios asociados a la puesta en marcha de un proyecto público, con un
importante matiz. No sólo han de incluirse aquellas partidas que se concreten
en una suma dineraria, sino también aquellas otras que afecten a las personas
aunque no tengan una concreción monetaria explícita. No es, desde luego, una
tarea fácil, pero difícilmente podemos hacernos una buena idea del impacto de
un proyecto si ignoramos su incidencia en aspectos tan relevantes como el
ahorro de vidas humanas, el riesgo de una mayor mortalidad, la disminución de
los tiempos de desplazamiento, o los efectos sobre el medio ambiente.
Otro problema a abordar se deriva de que
los costes y los beneficios de un proyecto no tienen lugar inmediatamente, sino
a lo largo del tiempo. Con objeto de poder compararlos de manera homogénea se
hace preciso situarlos en el mismo momento. Para tal fin es preciso recurrir a
una tasa de descuento o tipo de interés. Utilizar una tasa muy elevada
significa infravalorar lo que sucederá en el futuro, mientras que hacer uso de
una tasa muy reducida implica darle un gran peso.
El ACB se concibe como la forma más
gestionable de captar los efectos de las políticas públicas sobre el bienestar
de los ciudadanos. En caso de que pudiesen cuantificarse directamente las
repercusiones sobre el bienestar de manera fiable, decaería la necesidad de
recurrir al ACB. Hay intentos prometedores de construcción de indicadores de
bienestar, pero el camino es todavía bastante largo.
Identificar y cuantificar costes y
beneficios requiere, evidentemente, disponer de mucha información. Aquí radica
uno de los grandes retos a los que se enfrenta el ACB. Sunstein se pregunta si
éste se ve afectado por el “problema del conocimiento” puesto de manifiesto por
Hayek. Dado que el conocimiento está disperso en la sociedad, los
planificadores públicos no pueden llegar a captar toda esa información. Sunstein
reconoce este problema, pero considera que no debe ser exagerado, si bien
propone una serie de estrategias para abordarlo.
En su opinión, el ACB ha hecho que
los gobiernos sean mucho mejores que antes: “en términos de ahorro de dinero y
de vidas humanas, la revolución del coste-beneficio ha producido mejoras inconmensurables.
Ha evitado cosas malas, estimulado cosas buenas, y convertido cosas buenas en
cosas mejores”. Se trata de una revolución inacabada. Sin embargo, en muchos
otros sitios es una revolución no iniciada y, lo peor, es que ni está ni se le
espera.
(Artículo publicado en el diario “Sur”)