25 de diciembre de 2018

Compra de tiempo y felicidad

Algunas personas, no todas, pueden comprar tiempo. Se trata de aquellas que disponen de ingresos suficientes, ya sea procedentes del trabajo o del capital, y que están en condiciones de “externalizar” tareas domésticas o personales mediante la contratación, formal o informal, de tales servicios con terceros. Montar un mueble, cambiar un fusible, sacar el perro a pasear, recoger al niño del colegio, cuidar de un familiar cercano, instalar un equipo de música, colgar un cuadro…

El “mercado” se expande cada vez más para una gama muy variada de cometidos. La escasez de tiempo de los profesionales alimenta la demanda, mientras que distintos factores que afectan al mercado laboral, unos positivos y otros que lo son bastante menos, tienden a ensanchar la oferta. Se puede comprar tiempo, pero, con ello, ¿se incrementa al mismo tiempo la felicidad? ¿Es una buena práctica el denominado “outsourcing personal”, la externalización de tareas personales de manera que nos podamos concentrar casi exclusivamente en las actividades nucleares de nuestra actividad profesional cotidiana? Es una interesante pregunta que plantea Rhymer Rigby (Financial Times, 27-11-2018).

A este respecto trae a colación un estudio de la Harvard Business School publicado en agosto de 2017 por un grupo de investigadores encabezado por Ashley V. Whillans. El título del trabajo es, de entrada, bastante ilustrativo: “Buying time promotes happiness”. En el estudio, basado en experimentos de campo realizados en Estados Unidos, Canadá, Dinamarca y Holanda, se concluye que los resultados “sugieren que utilizar el dinero para comprar tiempo puede proteger a las personas de los efectos negativos de la presión del tiempo sobre la satisfacción de la vida”.

Sin embargo, Rhymer Rigby opina que “ha llegado el momento de preguntarse si hay un ‘conflicto’… no ser capaz de cambiar un fusible es una falsa economía, con independencia de lo rico que sea uno. El conocimiento y las herramientas requeridas para desmontar un enchufe son triviales [realmente no estoy muy convencido de ello] y el engorro de llamar al electricista siempre será mayor”.

Además, considera que “algunas de estas tareas proporcionan un valor externo a la propia tarea. Un ejemplo obvio de esto son los políticos [y algunos no políticos también] que no saben el precio de una pinta de leche o de una barra de pan. Así, la tarea mundana en cuestión tiene una clase de valor informativo y tiene sentido hacerla ocasionalmente”. Este es, sin duda, un planteamiento sumamente apropiado y coherente, que suscribo íntegramente, aunque, desafortunadamente, no me pueda excluir del colectivo aquejado de la ignorancia mundana a la que se alude. 

Aunque han pasado muchos, muchísimos años, recuerdo como muy gratificante y aleccionadora la experiencia de acompañar a mi abuela o a mi madre al Mercado de Salamanca, en el barrio malagueño de El Molinillo. También, a pesar del tormento de tener que pedir un cuarto y mitad, u otras medidas igualmente rocambolescas, añoro las visitas a mi tienda predilecta del barrio, que hace tiempo desapareció para siempre, mucho antes de que yo lo abandonara. Estaba localizada en la calle Actriz Rosario Pino, muy cerca de la calle Albéniz, donde aún pervive un establecimiento que, quiero creer, es el sucesor de la carbonería que, en su día, se ubicaba en sus aledaños. Allí acudíamos para adquirir los productos más variados e, indefectiblemente, los días de lluvia intensa, para proveernos de serrín. Hoy me pregunto cuánto valdrá una chirimoya, y cuántas pepitas tendría la última que compartí con mi padre.

En fin, a veces, es posible adquirir una cierta dosis de tiempo y aliviar la presión que provoca su escasez o la incompetencia propia. Pero, a nuestro pesar, no podemos recuperar el tiempo perdido. ¿Qué precio estaríamos dispuestos a pagar si pudiésemos viajar en él?

Entradas más vistas del Blog