A lo largo de las últimas jornadas se están viviendo bruscos movimientos en los mercados bursátiles, en los que especialmente algunos sectores se han visto severamente castigados. No es ahora mi pretensión centrarme en el análisis de alguno de dichos sectores, como tampoco en el de las acciones de una compañía concreta. Más bien, recuperar una reflexión acerca del alcance de la destrucción de valor que suele predicarse con ocasión de las evoluciones negativas de las cotizaciones bursátiles.
La determinación del valor de una acción es una cuestión sumamente compleja, pues son muchos los factores, económicos y extraeconómicos, que entran en juego. El anterior aserto es una mera perogrullada, aunque con alguna peculiaridad. A veces, un exceso de confianza o de falso dominio de la situación lleva a decantarse por una simplicidad que puede costar cara.
La hipótesis de los mercados eficientes postula que el precio de una acción recoge toda la información relevante y, por tanto, que aquél es un buena estimación de su valor intrínseco. En determinadas condiciones, dicha hipótesis puede reflejar adecuadamente el funcionamiento de los mercados. Sin embargo, por diversas circunstancias, el precio de cotización de un valor puede no reflejar fidedignamente el valor real de la compañía. Tener una fe desmedida en la eficiencia de los mercados suele ser una estrategia poco eficiente, bastante ineficaz y hasta económicamente ruinosa.
Dejando al margen aquellos casos en los que la caída en la cotización viene explicada por un deterioro cierto aflorado o una fundada expectativa de un impacto negativo, la referida reflexión concierne a aquellas situaciones en las que, por factores no ligados a los “fundamentales” empresariales, se produce un declive bursátil generalizado, con una fuerte incidencia negativa en las cotizaciones. En este tipo de coyunturas, es un tópico afirmar que se registra una destrucción de riqueza. ¿Es así?
Supongamos que el accionista A es titular de 100.000 acciones de la compañía X, las cuales cotizan a un precio unitario de 2 euros. Su riqueza por este concepto asciende, por tanto, a 200.000 euros. Por su parte, B es un ahorrador con 200.000 euros en una cuenta corriente, dispuesto a efectuar una inversión en acciones de la compañía X, al precio de mercado. Si la transacción se lleva a cabo al precio indicado, A y B mantienen su riqueza, conmutando sus posiciones en activos.
Imaginemos que, antes de efectuarse la transacción en el mercado, el precio de las acciones de X cae a 1 euro, sin que haya habido ningún cambio en el valor real de la empresa. Si se lleva a cabo la operación en tales condiciones, A quedará con un efectivo de 100.000 euros, computando una pérdida patrimonial respecto de la situación precedente por importe de 100.000 euros. A su vez, B quedará con 100.000 euros en acciones y 100.000 euros en cuenta corriente. Además, si el precio de 2 euros reflejaba el valor real de la sociedad X, se habría hecho con una plusvalía latente por importe de 100.000 euros. De confirmarse posteriormente esa recuperación, la pérdida sufrida por A encontraría esa contrapartida en el patrimonio de B.
En el supuesto de que no se produjera esa revalorización, no aparecería, lógicamente, esa contrapartida. Bajo las hipótesis manejadas, no habría habido destrucción de riqueza real, y sí un quebranto patrimonial para A como producto de una valoración desajustada. La clave estaría en saber a qué precio adquirió sus acciones. Al fin y al cabo, también los mercados juegan un importante papel redistributivo.