La crisis financiera internacional de 2007-2008, además de sus consecuencias para la economía real y el sistema bancario, y de sus enormes costes sociales, desencadenó importantes cambios en la escena política y, asimismo, en las percepciones sociales acerca del papel y la actuación de los intermediarios financieros. Ya desde un inicio se extendió la idea de la necesidad de requerir de las instituciones financieras una serie de contribuciones impositivas como contrapartida para hacer frente al coste de las intervenciones públicas habilitadas en auxilio del sistema bancario. Así, en la cumbre de Pittsburgh de 2009 los líderes del G-20 solicitaron al FMI que, a tal efecto, analizaran las distintas opciones disponibles. Diversas son las propuestas que se han planteado al respecto y variadas las medidas fiscales adoptadas, con mayor o menor alcance.
Diez años después de la caída del banco Lehman Brothers, el tratamiento impositivo del sistema financiero sigue siendo objeto de debate, como ocurre actualmente en España. Sin embargo, al planteamiento de nuevas cargas sobre el sector ha venido a sumarse, de manera un tanto inesperada, una controversia vinculada a un tributo antiguo, de largo recorrido, como es el Impuesto sobre Actos Jurídicos Documentados (IAJD). Éste se aloja en un impuesto que, en realidad, es una auténtica amalgama de figuras impositivas (Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales, Operaciones Societarias y Actos Jurídicos Documentados), que incluyen algunos supuestos de tributación con una naturaleza más próxima a la de la tasa que a la del impuesto.
La tributación de los AJD viene regulada por el Real Decreto Legislativo 1/1993, de 24 de septiembre, por el que se aprueba el Texto refundido de la Ley del Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados (ITPAJD), así como por el Real Decreto 828/1995, de 29 de mayo, por el que se aprueba el Reglamento del Impuesto sobre Transmisiones Patrimoniales y Actos Jurídicos Documentados.
En relación con el gravamen de los documentos notariales, la referida Ley, en su artículo 29, dispone que “Será sujeto pasivo el adquirente del bien o derecho y, en su defecto, las personas que insten o soliciten los documentos notariales, o aquellos en cuyo interés se expidan”. A su vez, el Reglamento venía a especificar, en su artículo 68, que “Cuando se trate de escrituras de constitución de préstamos con garantía se considerará adquirente al prestatario”.
Adam Smith, en “la Riqueza de las Naciones”, dejó escritas sus famosas cuatro máximas de la imposición. Una de ellas es la de la certeza impositiva: “El impuesto que cada individuo está obligado a pagar debe ser cierto y no arbitrario. El tiempo de su cobro, la forma de su pago, la cantidad adeudada, todo debe ser claro y preciso, lo mismo para el contribuyente que para cualquier otra persona… La certeza de lo que cada individuo tiene obligación de pagar es cuestión de tanta importancia, a nuestro modo de ver, que aun una desigualdad considerable en el modo de contribuir, no acarrea un mal tan grande… como la más leve incertidumbre en lo que se ha de pagar”.
Pues bien, si hay algún precepto que cumpla estrictamente el canon de la claridad y la transparencia, al margen de otras posibles consideraciones, es, a mi entender, el párrafo transcrito del Reglamento del ITPAJD.
Pese a esa claridad meridiana, al haber sido establecida por la vía reglamentaria, el Tribunal Supremo, en virtud de la sentencia nº 1505/2018, ha dado un giro radical al criterio jurisprudencial hasta ahora seguido por el alto tribunal, dictaminando, en relación con el caso examinado, que la condición de sujeto pasivo corresponde al prestamista.
Desde la publicación de dicha sentencia mucho se ha escrito y debatido sobre la cuestión objeto de consideración. Ésta, como es bien conocido, tiene numerosas connotaciones e implicaciones desde múltiples puntos de vista (económico, jurídico, social, político, financiero…). También constituye una buena oportunidad como pieza de referencia didáctica en la enseñanza de la teoría de la imposición y, en general, del análisis económico. En ese contexto, simplemente como referencia para los estudiantes de tales materias, se realizan a continuación algunas breves consideraciones:
i. Mientras que la Ley recoge la denominación de “sujeto pasivo” en el artículo 29, el Reglamento, si bien reproduce el párrafo de la Ley, encabeza el artículo 68 con la denominación de “contribuyente”. Esa diferenciación quizás puede dar pie a pensar que podría haberse introducido la figura del “sustituto” del contribuyente, con la posibilidad asociada (o no) de repercusión legal de la cuota sobre este último, pero no fue así. La parte prestamista no aparece en absoluto en la relación tributaria.
ii. Dado que la Ley recoge que (en defecto de la identificación del adquirente del bien o derecho) serán sujetos pasivos “… aquellos en cuyo interés se expidan” (los documentos notariales), cabría esgrimir que la constitución de la hipoteca se hace en beneficio de la entidad prestamista, sobre la base de las garantías que aporta a esta última. Es indiscutible que la garantía hipotecaria presenta una serie de ventajas para el acreedor, pero no lo es menos que precisamente por ello el prestatario está en condiciones de acceder a una financiación en condiciones más favorables respecto a cuantía, tipo de interés y plazo de amortización.
iii. Por otro lado, la financiación hipotecaria, fórmula habitual para la adquisición de vivienda en España, ha disfrutado de ventajas fiscales. Es cierto que tales ventajas estaban asociadas a la compra de vivienda (con incremento patrimonial) con independencia de la forma de financiación, pero, de no haberse formalizado los préstamos hipotecarios, es posible que el adquirente hubiese tenido que recurrir a opciones menos ventajosas.
iv. Como se ha señalado, el marco tributario que ha venido aplicándose respondía a un esquema meridianamente claro, perfectamente conocido por las partes contratantes, por los fedatarios públicos y por las Administraciones receptoras de la recaudación. Siempre es posible, por la incorporación de nuevos criterios, alterar los elementos de una relación tributaria, pero la aplicación de un cambio con efectos retroactivos implicaría un atentado a la seguridad jurídica y abocaría a la parte perjudicada a una situación de indefensión.
v. La actividad de concesión de préstamos puede analizarse en términos económicos como otras actividades productivas. Para que una empresa, en este caso una entidad bancaria, pueda ser viable a medio y largo plazo, a la hora de formar su precio ha computar todos los costes en los que tiene que incurrir. Por supuesto, para poder competir en el mercado su precio deberá ser atractivo para los demandantes, por lo que deberá procurar ser lo más eficiente posible en la vertiente de los costes. En el caso de una entidad bancaria, deberán tenerse en cuenta, básicamente, los costes de los recursos captados, los gastos de estructura y funcionamiento, incluyendo las cargas tributarias asociadas a su actividad, y el coste del riesgo.
vi. Ese planteamiento no sólo responde a una lógica económica aplastante, sino que, además, es de obligado cumplimiento a tenor de las exigencias normativas que recaen sobre las entidades financieras.
vii. Descendiendo a lo que aparentemente constituye el núcleo de la controversia, si el impuesto que grava la constitución de hipotecas debe recaer sobre el prestatario o sobre el prestamista, cabe recordar que, según la teoría de la incidencia impositiva, es irrelevante sobre qué lado del mercado (demandantes u oferentes) se aplica un impuesto. Lo importante es cuál es la magnitud de la carga y no de quién se exige formalmente por parte de la Hacienda Pública. Si el contribuyente es el demandante (en este caso, el prestatario), la cuota tributaria será un coste que limitará el precio máximo que está dispuesto a satisfacer, o en condiciones de afrontar; si lo es el oferente (en este caso, el prestamista), será un coste a computar para formar el precio al que está dispuesto a conceder préstamos. Formalmente, la carga tributaria siempre recaerá sobre el contribuyente designado por la ley. Sin embargo, en términos económicos, la carga tributaria será soportada por una de las partes o repartida entre ambas. La clave radica en las elasticidades de cada una respecto al precio. Mientras mayor sea la rigidez de la demanda o de la oferta, mayor parte del impuesto se soportará; mientras mayor sea la elasticidad, es decir, cuanto más amplias sean otras opciones, menor será la parte del impuesto soportado.
viii. En suma, partiendo de la situación actual, en la que los prestatarios son los contribuyentes del IAJD, puede que algunos hayan logrado trasladar su importe a los prestamistas consiguiendo mejores condiciones. De manera similar, si se designa contribuyentes a los prestamistas, los prestatarios se verán liberados de la carga formal, pero podrían acabar soportándola en la práctica al afrontar un tipo de interés algo superior.
ix. Al hilo de lo señalado, una posible estrategia, ante la eventual designación de los prestamistas como contribuyentes del IAJD, podría ser priorizar la captación de prestatarios vía operaciones de subrogación, que se encuentran exentas de tributación por el concepto analizado. Así, el prestamista originario habría incurrido en los costes de análisis y en la carga impositiva, que ya no podría recuperar. Esta posibilidad daría lugar a otro riesgo más a considerar.
x. Por último, como todo impuesto que grava transacciones efectivas, el IAJD conlleva también un exceso de gravamen o pérdida de eficiencia, sin ninguna contrapartida social. Se da por hecho la aplicación del tributo, pero hay argumentos económicos para su supresión. Pero lo lógico sería analizar su papel en el marco de una revisión global del sistema impositivo. A este respecto, no habría que ignorar las repercusiones que la posible modificación aquí analizada podría tener en la recaudación de otros tributos.