Algunas metas parecen regirse por unos calendarios distintos de los oficiales, que trazan arcos de mucho mayor amplitud que el del ritual anual. Por la enverdagura de las tareas es lógico que así sea en algunos casos, pero esa perspectiva no debe servir de excusa para aplazar sine die la puesta en marcha de los proyectos que sean estratégicos para el progreso social.
Resulta bastante difícil encontrar otro ámbito que sea más relevante en tal sentido que el de la educación. La necesidad de mejorar los planes educativos, en todos los niveles del ciclo formativo, que ya no tiene fin, es un objetivo que suele ser compartido de manera generalizada. Cuestión distinta es, por supuesto, lo que ocurre acerca del rumbo que deba adoptarse. Las voces se multiplican sobre lo que debe y no debe hacerse, pero el “desfase educativo” respecto a las exigencias de una sociedad y una actividad económica que cambian a toda velocidad, así como en comparación con los países más avanzados, no sólo no se contiene sino que se amplifica.
En un reciente artículo publicado en el diario Expansión, Clemente Polo, Catedrático de Fundamentos del Análisis Económico de la Universidad Autónoma de Barcelona, plantea un catálogo de medidas -más bien de forma implícita- para la mejora de la calidad de la enseñanza universitaria básica (Grados) (“Una propuesta para mejorar la enseñanza universitaria”, 10-12-2018), que, en mi opinión, merece la pena considerar como base para una reflexión y posterior discusión. En el artículo se ponen de relieve algunas “características interrelacionadas que como mínimo dificultan a nuestros universitarios obtener una sólida formación”:
Criterios de entrada laxos: “Concebir el acceso a la Universidad como un derecho casi universal constituye un grave error… a la Universidad sólo deberían acceder personas con una preparación contrastada y dispuestas a realizar el esfuerzo de adquirir una formación superior”.
Excesiva especialización: “Obsesión de quienes diseñan los planes de estudio por abarcar todos los aspectos de un solo ámbito del conocimiento”.
Elevado número de asignaturas y horas lectivas: “… pasar muchas horas en clase, además de producir fatiga y tedio, no garantizan la comprensión de la materia”.
Grupos muy numerosos y falta de trabajo personal supervisado.
El análisis, aunque simple y directo, se centra en algunas cuestiones fundamentales que no pueden eludirse. La primera es crucial, si bien, a tenor de la evolución social observada en los últimos años, resulta difícil de abordar formalmente. Para poder resolverla parece imprescindible la potenciación y la dignificación de los estudios de formación profesional. La continuación por la senda de la relajación de estándares presenta el problema del distanciamiento respecto a los centros de mayor prestigio y, lo que es peor, abona el terreno para la cronificación de las diferencias en razón del origen académico de los egresados universitarios.
Por lo que concierne al diseño de los planes de estudio, siempre me ha llamado la atención cómo puede haber diferencias tan notables entre los planes de las mismas titulaciones, no ya en el ámbito nacional, sino también en el europeo. Sería lógico que, para una titulación válida en un territorio, las materias nucleares tuvieran que estar necesariamente presentes, así como el desarrollo de las competencias profesionales asociadas a cada especialidad. En este contexto, la moda de los dobles grados merecería alguna reflexión. ¿Tiene sentido seguir segmentando la oferta educativa?
La inutilidad de la asistencia meramente pasiva a una clase deja poco margen para la discusión. Lo verdaderamente relevante de una actividad presencial es que pueda servir para clarificar un marco sistemático para abordar un problema, suscitar preguntas, generar una interactuación y, sobre todo, desarrollar un pensamiento crítico. Hoy día, con todo el bagaje de información y conocimiento disponibles, y las posibilidades que ofrecen las nuevas tecnologías, es inevitable y recomendable que cambie el rol del profesor. Aunque no debemos confundirnos; incluso en una época arcaica en lo tecnológico, dicho papel nunca debía limitarse a “dictar apuntes”. Abrir la mente a los problemas y enseñar a enfrentarse a ellos han sido tareas docentes desde tiempo inmemorial, que ahora se magnifican, si cabe.
Escéptico como se manifiesta el profesor Polo respecto al interés de los políticos por mejorar la enseñanza universitaria, así como de la disposición de las distintas “partes interesadas”, se decanta, como vía más rápida y efectiva, por adoptar las pautas que funcionan bien, por tratar de replicar los modelos de éxito, entre los que destaca el estadounidense.
En fin, nos encontramos ante un reto complejo, pero sumamente trascendente, que requiere ser abordado sin demora. Los antecedentes, sin embargo, no invitan a ser demasiado optimistas.
La mejora de la enseñanza, en general, y de la universitaria, en particular, es un bien de carácter colectivo. Como tal se ve afectado por el “problema del polizón”, en este tipo de casos concretado en una falta de acción a escala individual, ante la creencia de que una medida aislada resultará ineficaz en el conjunto global, máxime si no se enmarca dentro de un plan sistemático. Más allá de la lamentación, no queda otra opción, mientras dicho plan se pone en marcha, que tratar de aportar cada uno su granito de arena. Eso sí, suponiendo que sea un grano puro, que merezca la pena acumular en la maceta. Con la semilla, el abono y el riego adecuados tal vez pueda llegar a brotar algún bonsái.