23 de octubre de 2018

1973-2018: un viaje inopinado de 45 años

Me registro los bolsillos desiertos para saber dónde fueron aquellos sueños… Saqueo aparadores antiguos, viejos zapatos, amarillentas fotografías tiernas, estilográficas desusadas y textos desgajados del Bachillerato, pero nadie me dice quién fui yo…” (*)

Busco en los cajones, en las viejas estanterías, en los libros desgastados, en los diarios perdidos, en las sendas escondidas del parque, en los olvidados rincones del puerto, en la luz del ocaso tras el monte amigo, pero en ningún sitio encuentro una huella de aquél que un día creí ser. No hallo ninguna foto ni ningún espejo donde pueda intentar reconocerlo.

Sólo recuerdo, como si fuera ayer, la fría palidez del domingo donde todo comenzó, donde se trazó la ruta que seguiría en la que aún era una adolescencia en marcha. Durante un tiempo albergué la esperanza de que algo vendría a alterar el curso del destino programado. No fue así, llegó aquel año, más adelante el verano, y con él la secuencia de eventos que, poco después, en octubre del año 1973, a punto de cumplir los quince años, me llevaron a ingresar en un cuerpo de élite, polivalente y multifuncional.

Quizás no debería de haberme extrañado demasiado, tras haber tenido el privilegio de cursar la enseñanza primaria y los tres primeros años del Bachillerato en un colegio privado puntero, también de la división de honor, antes de acceder al portentoso Instituto de Martiricos.

Eso sí, en ambos casos había algunos pequeños inconvenientes añadidos; el cuerpo profesional en cuestión, aunque exento de connotaciones militares directas, requería de una vestimenta uniformada, asociada a su precaria ubicación en el escalafón, y que servía de reclamo para la encomienda a sus miembros de las más variopintas tareas.

Por aquel entonces, las pagas se recibían en metálico, en una especie de sobre mágico. Con los primeros emolumentos que me correspondieron tras la asignación efectuada dentro de la exigua economía familiar, me di uno de los mayores autohomenajes, si no el mejor (otro está en estas mismas líneas), de toda mi vida. Pasé una tarde estupenda en los almacenes Woolworth, que entonces se albergaban en la calle Liborio García. Allí me proveí de una serie de utensilios de escritorio, entre ellos de un lapicero, de un bloque de notas de colores y de un pisapapeles de cristal que contenía una solitaria figura de ajedrez. Bastantes años después, ese entrañable icono se vio seccionado por una caída fortuita, pero nunca perdió su esencia. Durante mucho tiempo cabalgué a lomos de aquel caballo, sin darme cuenta de que, en realidad, no me estaba moviendo del sitio de partida.

En otros lugares, también cuasiclandestinos como éste, he descrito las excelencias de aquel centro educativo donde pasé siete luengos años, y donde tuve la oportunidad de conocer a curiosos personajes, docentes, discentes y gerenciales. Baste evocar aquí las magníficas instalaciones, que permitían acoger, en una sola habitación de un primer piso de una barriada popular, para mí entrañable, a los alumnos de varios cursos, todos bajo la tutela del mismo profesor. Aquello sí que eran sinergias y economías de escala, y todo un ejercicio de transversalidad del conocimiento. Y qué decir de la dotación de equipamientos deportivos, que, al cabo de algún tiempo, se plasmó en un cuarto de otro primer piso en la misma barriada, con la ventaja de ubicarse justo enfrente de la parroquia, muy cerca también de la papelería.

Echo la vista atrás y no encuentro respuestas. No consigo explicarme por qué extraña razón no pude apartarme del guion que otras personas, sin duda con su mejor voluntad, habían escrito para aquél todavía casi niño. Y no sé por qué aquel aprendiz de hombre a marchas forzadas siguió disciplinadamente la ruta hasta llegar a nuevas encrucijadas, casi sin respiro, sin solución de continuidad en la diversidad. Ignoro qué peculiar fuerza ha podido mantener activado el pulso durante estos nueve lustros… Tal vez siempre ha existido una meta, aunque fuera etérea, caprichosa, acomodaticia, una meta vaga, oculta, esquiva, una sombra o un espejismo que, pese a todo, ha preservado el movimiento, una marcha incesante, un tanto irracional, inercial, sin tregua, sin margen para especulaciones, planificaciones o estrategias.

Entretanto, lo único cierto es que las hojas del calendario han ido cayendo, una detrás de otra, a una velocidad que ahora se antoja inusitada, pero lo han hecho en una pugna incesante en la que ha habido que faenar paso a paso, jornada a jornada, renglón a renglón, lágrima a lágrima.

Es la única verdad, de perfiles difusos, que se entrevé a través de un filtro, con una luz pálida, que nos deja inertes, a un tris de caer en la tristeza y el abatimiento. “Nunca es triste la verdad; lo que no tiene es remedio”, cantaba Serrat, en español y en portugués. Hoy, después de 45 años siguiendo un rumbo sin fin, no tengo ninguna duda de lo último, pero sí bastantes de lo primero.

…Pues yo registro los bolsillos desiertos y no encuentro ni un solo minuto mío, ni una sola mirada en los espejos que me diga quién fui yo.” (*)

(*): Miguel Labordeta-José Antonio Labordeta.

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