El verano discurría entonces lentamente, pero no recuerdo que molestara tanto el calor. Cualquier hora era buena para ir en busca de una aventura o para encontrarla en algún libro. El ritmo del reloj tendía a hacerse más pausado y, a veces, parecía detenerse. Aún no se había inventado lo del cambio de hora estacional, pero el Sol tardaba mucho en ocultarse tras el Monte Coronado. Las vacaciones escolares no se caracterizaban por su cicatería. Pero qué habríamos deseado los niños de entonces, que se mantuviesen en aquellos tres meses largos, que se acortasen, que se prolongasen aún más...
Hoy día han cambiado bastante las cosas respecto a aquella época lejana de los años sesenta del pasado siglo. Aunque las vacaciones de verano en España se han acortado en algunos niveles educativos, oscilan entre algo más de dos meses y prácticamente tres.
La duración óptima de las vacaciones de verano es un tema objeto tradicionalmente de controversia, controversia que continúa en la actualidad. Así se pone de manifiesto en un interesante artículo publicado en The Economist (11 de agosto de 2018), con un título claramente indicativo de una postura a favor de su minoración: “Down with summer holidays”. Para el semanario británico, ésta es una cuestión más seria de lo que parece, y también bastante heterogénea en cuanto a su tratamiento en el plano internacional. Así, nos encontramos con el caso extremo de Corea del Sur, con unas escuálidas tres semanas, que contrastan con los treses meses que prevalecen en países como Turquía, Italia y Letonia.
El principal argumento que se esgrime para reducir la duración de las vacaciones veraniegas es el de evitar la “pérdida de aprendizaje veraniega”: después de un largo paréntesis, los estudiantes retornan a su centro escolar con una pérdida notable de lo aprendido durante el curso anterior. Según un estudio reseñado en el citado artículo, realizado para un estado norteamericano en el período 2008-2012, los niños entre 7 y 15 años perdieron durante el verano más de una cuarta parte de lo aprendido en el curso anterior.
Ahora bien, el impacto parece variar en función del estatus socioeconómico de los alumnos. Dicho estatus determina que los estudiantes realicen o no actividades formativas complementarias durante las vacaciones estivales. De manera ciertamente llamativa, según un estudio igualmente citado, las variaciones en el retroceso formativo vacacional pueden explicar las dos terceras partes del desfase de nivel alcanzado entre los niños ricos y pobres de 14 y 15 años de edad.
Las mayores cargas que, por la la falta de atención en los comedores escolares, se generan para las familias con menos recursos es otro de los argumentos que se señalan para justificar la propuesta de repliegue vacacional.
De aceptarse el razonamiento expuesto, con más o menos matices, la directriz sería proceder a un acortamiento del período vacacional estrella, pero seguramente hay fórmulas para buscar equilibrios apropiados mediante la aplicación de mecanismos de contrapeso, particularmente hoy día gracias a las nuevas tecnologías de la información y la comunicación. Dentro de unos límites razonables, la duración óptima de las vacaciones veraniegas es difícil de establecer si no se conocen las alternativas, el uso y el provecho que pueda extraerse de ellas. Las aulas son un sitio muy importante para aprender, a mi parecer insustituible, pero no el único.