Vivimos en la época de mayor conocimiento acumulado por la humanidad, una época caracterizada por una inmensa proliferación de fuentes de información, complementada por avanzados canales de comunicación e interlocución, en gran parte instantáneos y sin costes directos. A priori, difícilmente podrían darse mejores condiciones para que el templo del saber ampliara su estructura sobre unos cimientos cada vez más sólidos. En buena medida es así, pero eso no impide constatar la influencia de otros potentes factores que actúan en sentido contrario. Paradójicamente, la era de la información se ha convertido también en la era de la desinformación y la manipulación.
A esta cuestión me he referido en algunas reflexiones anteriores como las contenidas en el número 19 de la revista eXtoikos al abordar la importancia del pensamiento crítico. Pero el referido problema, derivado de la circulación de informaciones infundadas, se solapa con otro distinto pero no menos preocupante, la dificultad para expresar puntos de vista que se salgan de la línea marcada por la posición prevaleciente o, dicho de otra manera, del pensamiento único, sea del signo que sea. Es lo que también se denomina “visión del consenso”, expresión, a mi entender, no demasiado apropiada, por sus posibles connotaciones equívocas.
Se alcanza un consenso científico cuando, a partir de un elevado número de pruebas o experimentos, rigurosamente realizados, se han acumulado suficientes evidencias respecto a procesos o a relaciones causa-efecto. Además, la aplicación del método científico, al menos en lo que concierne a la obtención de los resultados, ha de estar libre de juicios de valor, sesgos o creencias personales. El método científico no parte de resultados predeterminados e indiscutibles. Sí puede trazar teorías explicativas, pero estas tienen que estar siempre abiertas a la posibilidad de contraste. Preestablecer unas conclusiones sin posibilidad de comprobación ni de discusión se sitúa en las antípodas, no solo de la racionalidad científica, sino también del sentido común.
La situación generada es expuesta con claridad en un artículo de Jo Ellison con un título bastante significativo, “The tyranny of the consensus view” (Financial Times, 27-12-2017): “Pero no importa en absoluto lo que yo piense, ya que la visión del consenso ha sido ya decidida: que la película es una obra magistral imprescindible. Y cuando la visión del consenso ha decretado, todos debemos asentir”. Y continúa poniendo el dedo en la llaga: “Es una extraña ironía que en una época en la que las plataformas para la expresión personal nunca han sido tan abundantes, nos hayamos convertido en más bidimensionales en nuestras opiniones… O quizás el espíritu de la política de referéndum ha penetrado también en nuestras vidas domésticas. En un paisaje político en el que cada vez más tomamos decisiones vía consultas públicas, la mentalidad de la votación se ha instalado en nuestra psique. Sí o no. Correcto o erróneo. Estos días, estamos a favor o en contra de algo”.
En un panorama comunicativo con un dominio creciente de los influencers, las perspectivas no son muy halagüeñas. Por eso, hoy más que nunca cobra importancia que cada persona tenga la capacidad de desarrollar un pensamiento crítico, de manera que esté en condiciones de poner a prueba cualquier juicio, lo emita quien lo emita. Las decisiones no tienen por qué limitarse siempre a la elección entre el blanco y el negro, y carece de sentido renunciar de antemano a la escala de colores del arcoíris. La verdad de las cosas no radica en quién ni en cuántos la prediquen. Pueden existir verdades oficiales o doctrinales, pero lo que realmente importa son las verdades a secas, desprovistas de adjetivos y también de prefijos. Y sin que deba olvidarse que, en el plan estricto de los juicios de valor, no caben visiones excluyentes absolutas y sí distintas posiciones legítimas sobre las que no cabe mayor discusión, sino simplemente el mantenimiento del respeto.