Reconozco
que la primera vez que oí hablar de una propuesta para la elección de cargos
públicos por sorteo quedé intrigado acerca de su posible alcance. Una vez
clarificado este extremo, pensé que realmente no se trataba de un enfoque tan
radical como podría conjeturarse en un principio, aunque no creo que pueda
llegar a tener un camino demasiado fácil. En España, el principal valedor de
una propuesta en esa línea, esencialmente con fines de debate, es Emilio Albi,
prestigioso catedrático de Hacienda Pública, actualmente profesor emérito, de
la Universidad Complutense de Madrid.
La
propuesta en cuestión (“Los altos cargos y el azar”, El Cronista, nº 65, 2017) se basa en las aportaciones del filósofo
noruego Jon Elster y va orientada a la elección despolitizada de determinados altos
cargos a fin de garantizar su actuación con autonomía del poder político. Su
argumento fundamental es que la racionalidad presenta límites y fallos o que,
simplemente, no hacemos caso de la misma. Defiende la tesis de que, a menudo,
se saca más provecho de tener menos opciones que de tener más. Entre las
soluciones que propugna figura el recurso al azar, procedimiento que encuentra
antecedentes históricos, tanto remotos como más cercanos en el tiempo. El azar ha
servido para elegir a los mozos exentos del servicio militar por excedente de
cupo, para dirimir el ejercicio del gobierno en algunos países, y sirve para
adjudicar viviendas, formar jurados, mesas electorales y tribunales de
oposición, entre otras actuaciones.
El
planteamiento del profesor Albi va bastante más allá, para hacer extensivo el
recurso al azar a la elección de los responsables de los órganos y agencias de
control, supervisión y regulación en los ámbitos estatal y autonómico. El poder
básico de elección de dichos responsables radica esencialmente en el partido
gobernante, que en ocasiones ha de buscar el acuerdo con otras formaciones
políticas. Dicha situación viene a significar que son los partidos políticos
las instancias que tienen la capacidad de nombramiento de los altos cargos.
Dado que
tales organizaciones suelen proclamar su orientación a la defensa de los
intereses generales, cabría suponer que las elecciones de los referidos cargos
deberían estar presididas por criterios de meritocracia, capacidad, adecuación
y eficacia. Frente a este presunción, sin embargo, existe la posibilidad -prosigue
la fundamentación de la propuesta- de que prevalezcan los intereses de partido.
Según Emilio Albi, “como resulta claro que ha ocurrido en España, los partidos
tienden a buscar esos objetivos de colonización de espacios con algún contenido
político, y fortalecer así su poder, antes que contar con la mejor capacidad
profesional… A la vez, la descentralización autonómica ha ampliado
considerablemente el espacio a ocupar por los políticos”. Concluye que ha
existido una muy discutible independencia de las altas instituciones respecto
del poder político.
La
propuesta de elección de cargos públicos por azar responde al siguiente esquema
secuencial:
1ª fase:
Presentación de candidatos para los cargos a ocupar, entre las personas que
reúnan los requisitos establecidos en la convocatoria.
2ª fase:
Formación de una comisión de evaluación, designada por sorteo entre personas de
reconocido prestigio, propuestas, de manera razonada y con limitación numérica,
por los partidos con representación parlamentaria y por organizaciones
profesionales o instituciones de relevancia. Esta comisión tendría como función
evaluar a los candidatos admitidos a fin de seleccionar entre ellos a un número
de personas elegibles doble que el de los puestos a cubrir, sin establecer
ningún orden de preferencia. En la propuesta se contempla la posibilidad de que
los partidos pudieran establecer vetos por mayorías adecuadas, con una
fundamentación por escrito, de hasta una cuarta parte de las personas
propuestas por la comisión.
3ª fase: Sorteo
imparcial entre los candidatos finales. Las personas determinadas por este
procedimiento pasarían a ocupar los puestos vacantes. Alternativamente, de no
querer recurrir al azar en esta última fase, la decisión final seguiría
recayendo en las formaciones políticas, pero dentro de un colectivo validado
previamente con arreglo al procedimiento descrito.
Según
Elster, “la razón básica para usar sorteos en las decisiones es la honestidad.
La honestidad nos exige que reconozcamos la presencia de la incertidumbre y la inconmensurabilidad,
en vez de negarla o eludirla… El azar regula gran parte de nuestras vidas, por
mucho que intentemos eludirlo. La domesticación del azar nos permite controlar
los factores aleatorios del universo en la medida de lo posible, y ahuyentar a
la vez el autoengaño”.
Nos
recuerda Albi que algunos partidos políticos españoles han llegado a prever, en
acuerdos programáticos no implementados, el recurso a la elección de cargos
públicos por azar, en tanto que otros se han decantado justamente por lo
contrario, por garantizar que sean ocupados por militantes convencidos.
Posiblemente, haya personas que consideren que todo tipo de elecciones debe
estar respaldado por un proceso democrático, basado en la regla de la mayoría. Sin
embargo, Elster llama la atención en el sentido de que “si todos los problemas
se sometieran al simple voto mayoritario, la sociedad sería inestable e
imprevisible. Una pequeña mayoría sería fácil de modificar, por accidentes de
la participación o por el cambio de parecer de unos pocos individuos… Todas las
democracias han tenido recursos estabilizadores para impedir que todos los
problemas sean pasto del simple voto mayoritario todo el tiempo”.
El
filósofo noruego se pregunta por qué se usan tan poco los sorteos cuando hay
tantos buenos argumentos a su favor. Como explicación, apunta que la gente
quiere que las razones sean los determinantes inmediatos de sus opciones. Y
subraya que, en el argumento a favor del sorteo, la razón también interviene,
pero en una etapa anterior del proceso de decisión.
La
fórmula de la elección de cargos públicos por azar, dentro de un marco con
estrictas garantías, abre una vía potencialmente útil como contrapeso y
equilibrio de poderes, que, al menos, merece la pena que sea analizada y
discutida.
(Publicado en el diario Sur, el día 11de enero de 2018)