Estaba acostumbrado a ver su nombre en las portadas o en las contraportadas de los CDs. Por motivos pragmáticos de adaptación al medio o al ambiente que cada uno se crea o en el que se tiene que desenvolver, no concebía el disfrute de la música como una actividad audiovisual. La música como compañera sonora pero callada; auxiliadora discreta y sin aditivos. Tiene así las ventajas de dar rienda suelta a la imaginación y de hacer posible la dedicación simultánea a otras tareas. Es la alternativa idónea para el investigador confinado (es un decir) en espacios cerrados, para el escritor afanado en dar un contenido adecuado a los desafiantes folios en blanco…
A veces, el aparato reproductor hace un alto en el camino sin habernos percatado de la sonoridad emitida o sin haber llegado a percibir la melodía favorita; es quizás cuando más ha cundido la producción; otras veces, en cambio, la pausa solo sirve para constatar que no hemos sido capaces de avanzar lo más mínimo. Por eso, un cambio de tercio puede ser un remedio apropiado… y vuelta a empezar.
Por distintas circunstancias, y como he dejado constancia en este mismo blog (“YouTube y el fin de las élites musicales”, septiembre de 2017), aunque tardíamente, tuve la fortuna de descubrir determinadas grabaciones musicales en YouTube y, gracias a ellas, el rostro del director italiano cobró para mí vida. He de reconocer que, si se dan las condiciones apropiadas, pasar de la experiencia auditiva a la audiovisual implica añadir bastante más que una nueva apreciación sensorial. Además, aunque el pensamiento se pueda mostrar indómito en su devenir, la concentración en el mero deleite musical, al ritmo que marca el realizador, aporta también su propia influencia.
Las sinfonías de Mahler se viven de otra manera y la magistral dirección de Claudio Abbado se aprecia en toda su plenitud, acompañada por el virtuosismo y el esmero de los integrantes de la orquesta. El dominio, la serenidad, la concentración, la emoción, la tensión, la relajación, el sentimiento y otros atributos de los que hace gala el maestro italiano en sus estelares conducciones se erigen en un componente intangible que no viene sino a magnificar y a ensalzar si cabe la grandeza de las composiciones mahlerianas.
Hace unos meses, al comienzo de la andadura de este blog, un colega (y, sin embargo, amigo) que había leído algunas entradas de aquel me recriminaba el uso o, más bien, el abuso de calificativos que él juzgaba exagerados. Es posible, bastante posible, que así sea. No voy a discutir ese extremo, cuando justamente en numerosas ocasiones se trata de algo consciente y otras, una expresión espontánea de sentimientos, que no es mi propósito reprimir. Al menos en algunos ámbitos uno tiene el derecho a tomarse algunas licencias, siempre que no causen perjuicio a alguien. Por eso, lo que ahora lamento es no poder encontrar los adjetivos que puedan hacer justicia a tan espléndidas actuaciones. Dejo a quienes puedan recrearse en la misma experiencia que busquen los que consideren más apropiados.
Como tantas otras veces me ha ocurrido a lo largo de la vida, cuando he sentido el impulso de expresar algún sentimiento oculto a alguna persona, esta ya se había marchado. Claudio Abbado lo hizo definitivamente hace ya cuatro años, pero su legado sigue vivo y su estilo de dirección nos ilumina como un ejemplo a imitar dentro y fuera de las salas de conciertos.