3 de diciembre de 2017

Pájaro calmo

Después de algo más de cuatro meses de peregrinaje por el universo bloguero, como partícula infinitesimal dentro de su inmensidad, he de confesar que la aventura no está exenta de ciertos peajes, realmente autoimpuestos, pero también se ve aderezada de algunos rasgos apreciables.

A pesar de que el deseo de compartir conocimientos (supuestos), experiencias o vivencias se vea frenado por una falta de correspondencia receptora o, quizás más bien, partiendo de que existe una demanda latente, por la incapacidad para despertar el interés de los posibles destinatarios, conocidos o no, son constatables algunos efectos en beneficio propio. La posibilidad de constituir un repositorio para la autoconsulta y, sobre todo, la de expresar cualquier idea u ocurrencia, por peregrina que sea, no son en absoluto desdeñables.

E incluso podría afirmarse que la semiclandestinidad de un paraje virtual como la que caracteriza a este habilita para expandir el espectro de los contenidos. Seguramente en otro medio más expuesto al escrutinio público sería bastante más difícil realizar algunos excursos como los ya efectuados o como el que da pie a estas líneas, que van dedicadas a una nueva amistad, singular e insospechada, aunque lo sea con carácter unidireccional.

De manera sigilosa, sin anunciarse, llegó por primera vez el invierno pasado y, durante una breve temporada, se asentó en el zaguán del lugar donde vivo. Había elegido una zona umbría y resguardada para construir su nido. Viajera diurna, retornaba al atardecer para permanecer, quieta y paciente, en la espera solitaria de la llegada de su descendencia. Me gustaba despedirme de ella en la madrugada y reencontrarla de nuevo al caer la tarde. Eran dos momentos reconfortantes de cada jornada. Así, un día tras otro, salvo cuando se producía alguna ausencia misteriosa. Hasta cuando alzó el vuelo para no retornar.

Desde entonces no he dejado de comprobar si había regresado a su efímera morada, sin poder evitar una sensación de vacío. Por eso sentí una gran alegría al verla de nuevo a mediados de noviembre. Aunque ahora parece algo más errática en sus pautas de conducta, sigue manteniendo su imagen imperturbable, de plena quietud.

Disfrutar de su presencia es una dicha inesperada, que ha permitido también reavivar sensaciones perdidas y afinidades olvidadas. Gracias a este plácido ejemplar de colirrojo tizón, caracterización que se deduce por su fisonomía pero no porque se prodigue en la sonoridad atribuida a esa especie, he recordado a otros pájaros que me acompañaron y alegraron en las lentas horas infantiles. Al echar la vista atrás, muy atrás, nos resulta un tanto extraño percibir cómo pudieron ir difuminándose hasta desaparecer algunas relaciones afectivas que una vez parecieron ser un elemento esencial de nuestra existencia. Si, después de mucho tiempo, abrimos el baúl donde se alojan las “pequeñas cosas serratianas”, comprobamos, no sin cierto pesar, que está más poblado de lo que creíamos, y la vida, marcada por más renuncias de las que pensábamos. Aun con el riesgo de avivar algunos recuerdos inopinados, quizás no sea demasiado malo procurar que sus moradores no acumulen demasiado polvo.

No me gustaba retener a las aves en sus jaulas, pero, contrariamente a mis deseos y a mis vanas esperanzas, a la menor oportunidad tomaban, sin retorno, el camino de la libertad. Pero, al menos, siempre he tenido muchos pájaros en la cabeza.

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