Hace unos días, una persona allegada me comentaba que su pareja -con la que, si no me equivoco, forma una sociedad de gananciales- tenía previsto invertir una suma no despreciable en bitcoins. Ella recordaba que yo había escrito, hace algún tiempo, un breve artículo sobre esa moneda virtual, por lo que recababa mi parecer acerca de la operación proyectada.
Después de una breve búsqueda pude facilitarle una copia del artículo en cuestión (“El dinero en la era digital: llega el bitcoin”, diario Sur, 10 de febrero de 2014), acompañada de otros más recientes, entre los muchos, algunos francamente interesantes, que se han escrito en los últimos tiempos.
Fiel a una de las máximas que inspira el proyecto de educación financiera Edufinet, la de evitar a toda costa formular recomendaciones sobre cómo actuar a la hora de adoptar decisiones financieras, me limité a refrescar las conclusiones que había reflejado en aquel artículo introductorio y a sugerirle la lectura de otros más actualizados y fundamentados.
Las opiniones sobre el bitcoin se han intensificado en las últimas semanas, como una lluvia torrencial, al hilo de la escalada de la cotización de esa criptomoneda, que ha llegado a cotizarse por encima de los 11.000 dólares, frente a los 1.000 dólares de comienzos de 2017. Indudablemente, quien comprara a ese precio y haya vendido al actual no ha hecho un mal negocio. No sería la primera ni la última operación que arroje jugosos resultados individuales, algo frecuente en numerosos procesos especulativos. Cuestión distinta es lo que pueda ocurrir en un momento dado si se desatara una tendencia de ventas masivas. El valor de un activo puede llegar a desmoronarse si se entra en una fase en la que los tenedores tienen urgencia por desprenderse de él. Ahora bien, mientras esto no ocurra, quien afiance operaciones aprovechando la ola puede hacerse sumamente rico.
Entre las decenas de artículos sobre el bitcoin publicados últimamente ha aparecido uno escrito por Jean Tirole (Financial Times, 30 de noviembre de 2017), economista francés galardonado con el Premio Nobel de Economía en el año 2014. Sus apreciaciones y reflexiones pueden ser bastante ilustrativas para aquellas personas, como la referida al inicio, interesadas en esa enigmática moneda.
De entrada, apela a la cautela respecto a la tendencia observada y postula que los inversores sean protegidos, y que los bancos regulados, las compañías de seguros y los fondos de pensiones no puedan mantener exposiciones en este tipo de instrumentos. Asimismo, se apresura a matizar que su escepticismo no se extiende a la tecnología blockchain, que considera una innovación útil, ya que su preocupación se centra en las criptomonedas en sí mismas.
Tirole plantea dos cuestiones respecto al bitcoin: ¿Es sostenible? Y, suponiendo que lo sea, ¿contribuye al bien común? Sus respuestas, en el mismo orden, son estas: probablemente no y definitivamente no.
Por lo que se refiere a la primera, sostiene que el bitcoin es una pura burbuja, un activo sin un valor intrínseco, por lo que su precio caerá a cero si la confianza desaparece. No obstante, recuerda que hay burbujas que han logrado mantenerse a lo largo del tiempo; entre ellas destaca el oro, pero también las monedas nacionales, que hoy día solo están respaldadas por la confianza en los respectivos países.
En relación con la segunda, Tirole señala que no logra apreciar el valor social del bitcoin en su proceso de creación y, mucho menos, en su uso para actividades de evasión fiscal o de blanqueo de capitales.
En suma, si se admite que el bitcoin es una burbuja, conlleva el riesgo de que estalle en un momento dado. En el ínterin, algunos inversores pueden ganar mucho dinero, pero otros podrían experimentar situaciones menos positivas, como en otros episodios históricos. Hoy por hoy es particularmente arriesgado hacer pronósticos. ¿Habrá un “momento Minsky” para el bitcoin?