Los jóvenes de hoy está muy lejos de la posición económica que, a su misma edad, disfrutaban sus padres. Es uno de los mensajes que, de manera insistente, se viene repitiendo en los últimos años, como una de las secuelas de la magna crisis económica y financiera internacional iniciada en 2007. Un claro síntoma, se arguye, de la paralización e incluso inversión del proceso de avance en las condiciones de vida que había venido caracterizando hasta ahora la senda de la humanidad. ¿Se trata de un axioma irrefutable, de la consolidación de unas fuerzas incontenibles? La cuestión es de gran interés y merece sin duda la dedicación de esfuerzos de investigación académica. Sin adentrarnos en ella, es evidente que hay jóvenes y jóvenes, y padres y padres. Carezco de información acerca de la posición económica que, cuando eran treintañeros, tenían los padres del joven Mark Zuckerberg, por citar algún caso, desde luego muy especial pero no único, de un avispado representante de la generación juvenil actual. De nuevo, como en otras entradas de este blog, acecha el largo brazo de la regla de la excepción que no confirma la regla…
La Gran Recesión ha acarreado enormes dificultades para cohortes de jóvenes y menos jóvenes, y es cierto que para muchos de ellos el nivel de vida alcanzable autónomamente es, en sentido estricto, inferior al que sus progenitores habían sido capaces de alcanzar a una edad comparable (quizás no totalmente homogénea, si se aprecia alguna diferencia en la esperanza de vida). Sin embargo, lo anterior no debe ser óbice para reconocer que esos mismos jóvenes en una situación personal más precaria disfrutan de una serie de ventajas, producto de la globalización económica, de la revolución de las nuevas tecnologías, del abaratamiento de los medios de transporte o de la ampliación de los servicios públicos, entre otros aspectos, que no existían cuando sus ancestros eran adolescentes.
Por supuesto, sigue habiendo muchas diferencias en las formas de acceso a los diferentes bienes y servicios que conforman la cesta de consumo de una familia. Los contrastes entre los niveles de renta, riqueza y consumo son extraordinarios, en algunos casos descomunales. Cuestión distinta, pero no independiente, es si el nivel absoluto de los que se encuentran en las posiciones más bajas se ha elevado o no.
A pesar de tales divergencias en las posiciones personales, de manera un tanto paradójica, las nuevas tecnologías, y los proyectos empresariales que han surgido en torno a ellas, posibilitan que algunos privilegios reservados hasta hace poco a las élites estén también al alcance de cualquiera. Los conciertos de música clásica constituyen un caso paradigmático. Asistir a las grandes salas donde actúan las orquestas más prestigiadas era prácticamente una quimera para personas con recursos económicos limitados y/o dificultades para emprender largos y costosos viajes. Nadie va a discutir que hay muchas diferencias entre asistir a un espectáculo en vivo y verlo en un vídeo, pero tener la posibilidad de “asistir” a un concierto a la carta, a la hora y en el lugar elegido, es un tesoro con el que no podían soñar los padres ni los abuelos de los coetáneos de Zuckerberg.
En mi caso, la primera vez que oí la novena sinfonía de Beethoven fue en un magnetofón cedido temporalmente. La grabación procedía del Teatro Real, lo cual por aquel entonces me dejó muy impresionado, pero la audición estaba codirigida por los circunstanciales atascos de la cinta, que imponían pausas no previstas en la partitura original.
De manera rezagada, los modestos avances tecnológicos, de incorporación tardía, fueron haciendo algo más fácil la experiencia melómana, hasta llegar a poder disfrutar de la inmensa discoteca en streaming que ofrecen los nuevos operadores globales. No recuerdo que antaño ningún Julio Verne pronosticara semejante capacidad de oferta y de demanda. ¿En cuánto ha variado el bienestar de un amante de la música desde la peliaguda cinta del magnetofón al universo en expansión de Spotify?
No es fácil resumirlo en una cifra fría. Como tampoco lo es encontrar palabras para expresar el valor del privilegio que ofrece YouTube para asistir a las mejores salas de concierto, para vivir de cerca la interpretación de las sinfonías predilectas. Sin tener que pagar ningún canon, sin tener que respetar ninguna etiqueta, las imágenes te adentran en la sala, te acercan al director, te familiarizan con los intérpretes, te muestran la belleza de los instrumentos, te sorprenden con su gama de sonidos, te transmiten las entradas de coro, el ritmo, la armonía y la cadencia de la orquesta, te hacen partícipe de momentos sublimes, irrepetibles, una y mil veces, te irradian de esa emoción indescriptible que emana de la conjunción del talento, la maestría y el virtuosismo y, por encima, de todo, del sentimiento derrochado.
Les élites siguen existiendo y también los eventos culturales orientados a sus cultivados miembros, pero las nuevas tecnologías han venido a introducir algunos elementos de democratización, a desmantelar barreras y a aumentar la “contestabilidad” de los mercados selectos, en los que se desdibuja el sello de la exclusividad. Cerca de cincuenta años después, sigo acordándome del magnetofón y de la cinta grabada con la música del genio germano. En su momento me fueron de gran utilidad. Hoy también lo son, para apreciar cómo, al menos en algunos aspectos, ha mejorado la vida.