Transmitir
conocimientos es un reto en toda regla. Especialmente si, en lugar de una sesión
formativa directa e interactiva, se recurre a un texto escrito, sujeto a
estrictas restricciones de espacio, y dirigido a un colectivo genérico de
amplio espectro cognitivo. El lenguaje y la forma de expresión pueden convertirse
en barreras infranqueables para un receptor innominado de los contenidos transmitidos.
En
mi caso personal, circunstancialmente, coincido con personas que han leído
algunos de mis artículos publicados en un periódico local. En ocasiones, ciertos
lectores me manifiestan las dificultades que encuentran para poder asimilar o
entender completamente el significado de los textos. Este tipo de situaciones
representa una considerable decepción para cualquiera que elabore un artículo
con fines esencialmente didácticos o divulgativos. Especialmente si se han
redactado en la creencia de que respondían a pautas de expresión incluyentes.
Una gran frustración. En descargo de ese incumplimiento de objetivos, aunque
basado en unas evidencias parciales, pueden apuntarse los aspectos antes
señalados, pero eso no debe impedir apreciar el gap entre las
expectativas y los logros.
Un
párrafo, extraído de uno de dichos artículos, que podría haber dado lugar al
juicio mencionado, es el siguiente: “… La inflación ocasiona múltiples
distorsiones en el ámbito del impuesto sobre la renta de las personas físicas
(IRPF), incluso aunque éste sea un impuesto proporcional, con un tipo de
gravamen fijo, por ejemplo, del 30%. Por una parte, se genera una carga
excesiva sobre las ganancias o plusvalías por la transmisión de activos.
Supongamos que una persona compró acciones por importe de €10.000 en el año 2001
y las vende por €20.000 en 2021, y que, entre ambos años, los precios han
aumentado un 40%. Dicha persona tendría que tributar por una renta de €10.000,
cuando sólo debería hacerlo por la ganancia real (€6.000)”.
Reconociendo
lo anterior, no deja de llamar la atención la eficacia aparente que, a tenor,
no ya de declaraciones aisladas, sino masivas, tienen textos de más enjundia
que se ocupan de dar explicaciones, supuestamente llanas, de cuestiones
bastante complejas. A título de ejemplo, el siguiente párrafo escrito por Stephen
Hawking, para explicar la creación de universo, puede ser ilustrativo: “El
universo comenzó con el Big Bang, que provocó una expansión cada vez más rápida
en un proceso llamado inflación, palaba que también describe el fenómeno del
aumento de precios. La inflación al comienzo del universo fue mucho más rápida que
la inflación de los precios: consideramos que la inflación es muy alta si los
precios se doblan en un año, pero el universo dobló su tamaño muchas veces en
una minúscula fracción de segundo”.
Hasta
aquí, miel sobre hojuelas, pero la inflación de la exigencia cognitiva tampoco
para: “La inflación hizo que el universo se volviera muy grande, muy uniforme y
plano, aunque no era del todo uniforme: había pequeñísimas variaciones en
algunos lugares que causaban diminutas diferencias en la temperatura del universo
temprano reflejadas en lo que se conoce como la radiación de fondo de
microondas. Esas variaciones significan que algunas regiones se expandirán algo
más despacio y en algún momento dejarán de hacerlo y colapsarán formando
galaxias y estrellas. Debemos la vida a esas variaciones; si el universo
temprano hubiera sido totalmente uniforme, no habría galaxias ni estrellas y,
por lo tanto, la vida no podría haber surgido”.
Son
claras y evidentes, según parece, las diferencias entre las inflaciones mundanas
y las inflaciones cósmicas.